Además de un escritor, que lo es y bueno, Rafael Soler es una corporeidad, un abrazo verbal que llega desde lejos para colonizar el calor de un espacio. Es también una obra, aquel debut brillante y una larga ausencia posterior, con narración propia. Es una biografía que se escribe a sí misma y maneja sus tiempos ateridos, porque la vida es un asunto personal si conoce sus límites, sus grietas y su abismo debajo de las huellas de la noche en Madrid. Rafael Soler, poeta y novelista en los años ochenta, celebrado por la crítica y con esa etiqueta de promesa rotunda de talento en el poema y la prosa, un día decidió poner su propia tierra de por medio y desaparecer, cuando de verdad se podía hacer y la gente no andaba al acecho de su intimidad y la ajena. Ricardo Senabre había escrito lo mucho que cabía esperar de él, pero Rafael decidió regalarse a sí mismo una vida alejada del fulgor navajero, literario y salvaje que podía ser Madrid, como lo ha sido siempre, desde Alejandro Sawa y mucho antes, además de la fiesta que también es verdad. Amasar la emoción, el misterio y los años. Y que el teléfono se canse de sonar para que sea la vida la que empiece con su tonalidad de intimismo. Eso hizo Rafael Soler hasta que regresó como poeta, de vivencia y golpeo en imágenes libres, con su ritmo y su voz configurada en la conversación con la sorpresa de lo real. Fue con Maneras de volver, con un título que es una poética vital, siguió con Las cartas que debía, se consolidó en Ácido almíbar y alcanzo la ebriedad de una novela en verso con No eres nadie hasta que te disparan. Poeta de palabras ubicadas con fuerte decisión, su escritura se ajusta al verso libre con la solidez de un apretón de manos, porque es la voz de una historia lo que tienes delante, con pulso auténtico. Hay regresos que sanan y poemas que nos cicatrizan: Rafael Soler es dueño de su propia partida, con vapores nublados sobre el sorbo de un garito en Orán, mientras vuelven sus libros.

* Escritor