Todos los amantes de nuestra historia -y son millones...- conocen bien que así calificaron los entusiastas del líder político -no militar- ochocentista junto con Mendizábal más aclamado por los progresistas decimonónicos, D. Práxedes Mateo Sagasta (1825-1903), a su largo mandato ministerial en el lustro que siguió a la muerte, en el otoño de 1885 del gran monarca Alfonso XII (1875-85). Una vez firmado el muy enaltecido Pacto del Pardo y con la absoluta lealtad constitucional y patriótica del partido conservador liderado por el mayor estadista del siglo XIX español, el malagueño Antonio Cánovas del Castillo (1828-97), el Viejo Pastor, dotado de una envidiable experiencia en el manejo de la siempre complicada máquina estatal y de un sin igual don de gentes, se consagró a culminar la inmensa, incomparable arquitectura administrativa emprendida desde los días del Cádiz doceañista y que sería rematada por el trabajo hercúleo de la elite gubernamental en el mencionado quinquenio de 1885-90. En un libro reciente e importante, La construcción del Estado en España. Una historia del siglo XIX, el catedrático de Historia de la Universidad Autónoma madrileña, Juan Pro, destacado discípulo de segunda generación del contemporaneísta hispano acaso más descollante desde la época de D. Jesús Pabón y Suárez de Urbina (1902-76), el donostiarra Miguel Artola Gallego, ha subrayado, con tino analítico y documentación ajustada, el hecho sorprendente y cierto de que fuese el ente jurídico-administrativo que sustituyera a la monarquía del Antiguo Régimen, es decir, el Estado, el factor clave y decisivo en la modernización de la sociedad española y su adaptación al modelo revolucionario patrocinado por los «doceañistas» y aplicado, en un nuevo trabajo de Hércules, por la clase dirigente del sistema constitucional surgida tras la muerte de Fernando VII y la primera guerra carlista.

En la muy tensionada actualidad nacional, atravesada de rumores y «falsas noticias», de vaguedades doctrinales y no menos infirmes y artificiosas teorías acerca del Estado-nación y de la España plurinacional, la lectura del notable libro susomentado se decanta quizá como obligatoria y, desde luego, muy provechosa para insertar el sesgo presente de la colectividad hispana en parámetros un mínimo rigurosos y esclarecedores. Concluido el «quinquenio glorioso», el país disponía no solo de un relato veraz acerca de su pasado remoto y próximo, sino también de firmes instituciones y proyectos, de repertorios, leyes y compilaciones jurídicas que albergaban una sólida idea de progreso en las dimensiones más trascendentes del ser español. Si este, al fin y a la postre, logró sobrevivir a la apocalíptica crisis del 98, debiose, en última instancia, a la obra estatal concluida con la etapa gobernante por excelencia del prócer riojano. Incluso en terreno tan roturado por burócratas y funcionarios competentes, pintados coetáneamente por Galdós con pluma, a las veces, alacre, no dejaron de sembrarse las utopías de más halagüeño porte. Una de ellas, y no la menor, fue la debida al general D. Manuel Cassola Fernández (1838-90), manchego y ministro de la Guerra, quien, según más de un lector tal vez recuerde, patrocinó, durante su responsabilidad al frente de dicha cartera (marzo, 1887-junio, 1888), la implantación del servicio militar obligatorio, con supresión de privilegios de clase en su reclutamiento.

* Catedrático