Era una reunión informal y en un grupo la conversación era animada, todo el mundo hablaba, reía, se expresaba con cierta exageración y despreocupación. Bueno, todos hablaban excepto uno que escuchaba con una discreción confortable, de aquellas que no se hacen notar ni incomodan a los demás. Entre risas alguien le preguntó: y tú, ¿de qué trabajas? Psiquiatra, respondió y de repente el grupo enmudeció. No solo callaron los que hacía poco estallaban en gritos alegres y reacciones enfáticas sino que cambiaron la expresión de sus rostros, jovial y relajada, para convertirse, de repente, en neutra, casi seria. El silencio se podía cortar con un cuchillo. Hasta que alguien, fascinado por el funcionamiento de la mente humana o bien interesado por el ejercicio del profesional, comenzó a hacerle preguntas sin parar. Son dos actitudes bastante frecuentes ante un psiquiatra: enmudecer repentinamente o bien aprovechar su presencia para aclarar dudas sobre la complejidad que conlleva el simple hecho de estar vivo hoy en día.

El imaginario colectivo está cargado de prejuicios contra los psiquiatras, como si la estigmatización y el miedo a la locura se desplazaran hacia el especialista que las trata. Aunque las librerías desbordan novedades de autoayuda procesada y poco eficaz, reconocer abiertamente que recibimos atención psiquiátrica aún es un tema tabú. Como si el malestar mental y emocional, que a menudo acaba provocando malestar corporal, no se pudiera traducir más que en el desorden de la locura, por otro lado también representada siempre de una manera estereotipada.

En las narrativas audiovisuales hemos ido integrando la imagen del psiquiatra como ser malvado y manipulador, capaz de cambiarnos la personalidad, de dominarnos con sus técnicas sofisticadas. En realidad, los que le tienen más miedo son los que tienen algo que ocultar o quienes no se comportan de manera justa con aquellos con los que están vinculados afectivamente. En un capítulo de Los Simpson en el que Marge comienza terapia quien está más nervioso es Homer, que en momento dado le suplica al terapeuta: «Por favor, no haga que se separe de mí».

Estos prejuicios no solo están presentes en el imaginario popular, lo que es curioso es que personas con un cierto nivel cultural también los tengan. Una vez un escritor conocido me explicó que él no había hecho terapia y que si se hubiera tratado no sería hoy el autor original que es, que los psiquiatras lo habrían «normalizado». Como si estos profesionales de la salud tuvieran el maléfico objetivo de cambiar las personalidades para igualar a la baja el talento de los pacientes. Otra escritora, en cambio, me explicaba que no necesitaba analizarse porque escribiendo ya hacía terapia. Pobres lectores, si tienen que recibir el magma de nuestros traumas al rojo vivo sin haber pasado por la reflexión dentro de la consulta que los transforma en la materia ígnea con la que podemos trabajar.

* Escritora