Estaba finalizando el pasado mes de diciembre cuando tuve que insistir a mi hijo para que se pusiera manos a la obra con la carta a los Reyes Magos al percatarme que a Sus Majestades se les estaba echando el tiempo encima y bastante trabajo tienen ya en esas fechas como para dificultarles su labor con encargos de última hora. Cuando por fin me hizo entrega de la misma para llevarla al Buzón Real, no pude resistir darle una mirada superficial descubriendo que tras los saludos de rigor y el preceptivo informe, algo sesgado, de comportamiento, este año únicamente tenía una petición: «que se salve el Córdoba».

Consciente de la ardua tarea que estaba encomendando a los tres de Oriente, reconozco que intenté reconducir sus deseos hacia algo más terrenal con el argumento de que Melchor, Gaspar y Baltasar no pueden involucrarse en esos asuntos dado que niños de otros equipos resultarían damnificados y no sería justo pero, impuso su lógica aplastante y democrática: «Si se lo pedimos más niños del Córdoba que de los demás equipos…».

Llegaron los Reyes (cargaditos de juguetes por si acaso), cristalizó la venta del club, la paz social, los fichajes (con un utrerano de alegórico apellido incluido) y todo le empezó a cuadrar, mientras su padre, curtido en décadas de cordobesismo, sufría profundas crisis de fe. Pero ahí estaba él, impertérrito, convencido del final feliz. Incluso con el Huescazo aún de cuerpo presente, se permitió «tranquilizar» a Aythami y Oliver (el de la capa, otra señal) en el Círculo de la Amistad, para, al fin, el sábado vivir el colofón a una experiencia solo para valientes que guardará eternamente en su recuerdo dentro del cajón blanquiverde de la más importante de las cosas no importantes.