Una compañera se lamentaba hace unos días por su reciente jubilación que la apartaba de las aulas. A ella y a todos los jubilados, maestros o no, esta carta. No es verdad que la jubilación sea un punto y final de nada ni para nadie. La jubilación para un maestro, o para cualquier otra profesión, tal y como yo la veo, bien puede entenderse como un cese de la actividad directa en el aula, en este caso, con los alumnos, cese que, bien considerado, es necesario e incluso debería ser opcional u obligatorio a más temprana edad, ya que bien sabemos cuánto desgasta, cuánto exige el día a día, durante treinta, cuarenta años, en renovado esfuerzo por dar a todos y cada uno de los alumnos lo mejor de nosotros mismos. Nuestro trabajo presencial en las aulas, aparentemente sencillo y silencioso, exige paciencia, preocupación por todos y cada uno de los alumnos, exige aunar en nuestro cotidiano trabajo el papel de madre/ padre, el de psicólogo, pedagogo... Exige, y es sumamente necesaria, mucha vocación y amor por esta trascendente tarea de ser maestro. Todo esto, queridos amigos, más los problemas que a veces nos crean los padres y hasta la misma administración, va, queramos o no, mermando fuerzas y capacidades. No obstante, para nadie, y menos para un maestro, la jubilación es el final de nada. Es, eso sí, el final de una meta, al fin superada, pero ni un día debe transcurrir sin comenzar el siguiente ascenso, sin que por eso se pierda el «título» de maestro que a mi manera de entenderlo es como un sacramento que imprime carácter. Es decir, el que nace maestro, morirá centenario, siendo maestro. Cambiará, eso sí, el escenario de actuación que dejará las cuatro paredes de un aula para instalarse en el mundo y no solo en actitud de enseñar, sino sobre todo de aprender. Aprender de los demás es signo de gran inteligencia. ¡Ánimo, pues, y a seguir! Nuevos proyectos, nuevas ilusiones...

* Maestra y escritora