Apenas iniciado el 18 de junio de 2018, morían en uno de los principales nudos ferroviarios de Londres, golpeados por un tren, tres jóvenes grafiteros que buscaban para sus tags el más difícil todavía. Uno de ellos era Alberto Fresneda Carrasco, hijo de españoles, nacido en Nueva York y recriado en la capital británica, de apenas 19 años. Su padre, Carlos Fresneda, es reputado periodista que ha vivido en primera persona algunos de los acontecimientos más trascendentes de la historia de nuestros días, como el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York en septiembre de 2001; la muerte en 2003, a las puertas de Bagdad, de Julio Anguita Parrado, gran amigo de la familia; o el asesinato, a manos de un terrorista en el Puente de Londres, de Ignacio Echevarría, el héroe del monopatín, hace poco más de dos años. Un hombre, por tanto, acostumbrado a la palabra, la acción y el horror, que, con la ayuda de su mujer, ha decidido canalizar su dolor y su desgarro alumbrando un hermoso y estremecedor libro: Querido hijo.

Alberto, perfecto autodidacta, se asomaba solo a la vida cuando abandonó este mundo haciendo lo que más le divertía: dejar muestra de su gran e inagotable creatividad escribiendo graffiti en el corazón más palpitante y peligroso de la capital británica. Como sus dos amigos, quería «tentar al tren de la vida, que a esa edad pasa desbocado y sin parar en las estaciones, pensando que ya habrá tiempo para frenar... Trip, Lover, Kbag... Os despedisteis juntos y haciendo algo que amabais, por más que nos cueste entenderlo y aceptarlo» (p. 25). Grafiteros: ni delincuentes ni mártires; leyendas y héroes para unos; temerarios y vándalos para otros. En realidad, artistas en busca de su propio lenguaje, inconformistas que han encontrado en las paredes, los trenes y los callejones una forma particular de expresión, de reafirmar su identidad y su independencia, de hacer contracultura, de poner a prueba los límites, y sobre todo de comunicarse; también de trascender, de perpetuarse, de conseguir que su nombre y su obra sigan vivos para siempre.

Querido hijo es una historia de amor y de renacimiento personal, de libertad y de rebeldía, de búsqueda y de inconformismo, de duelo y de risas, de luz y de oscuridades, de límites y de anhelos... un retrato encomiable, pero también violento y descarnado del Londres menos conocido de nuestros días y de la juventud que lo puebla, especialmente la de los barrios populares, necesitada de reivindicarse a sí misma en el marasmo de una megalópolis que amenaza a diario con devorarla. Unos jóvenes en búsqueda permanente, dispuestos incluso a pagar con su vida la libertad para expresarse, sus ansias de cultura, su derecho a cambiar el mundo. En definitiva, una historia apasionante y nada morbosa, que rezuma maestría, experiencia, conocimiento, nostalgia, melancolía, emoción y valentía. No se confundan, el libro no aburre ni acongoja, sino todo lo contrario. Simplemente cuenta en negro sobre blanco, con magnífico pulso narrativo, rigor, pasión, fuerza, capacidad evocativa, verdad y mucho amor, la historia de una vida intensa aunque breve, escrita con el corazón en canal y el alma en carne palpitante por alguien que sigue sin poder llorar más allá de las palabras, atormentado estérilmente por conceptos tan enormes y demoledores como la mala conciencia, el arrepentimiento, la penitencia, la terapia, o la sensación de no haber hecho todo lo que hubiera podido para evitar lo seguramente inevitable. En tiempos en los que «hemos pasado del luto riguroso y obligatorio al ocultamiento absurdo de la muerte... y necesitamos reescribir urgentemente las reglas para aceptarla de una manera humana y natural como ley de vida» -cito textualmente-, este libro ha sido la forma un tanto desgarradora que Carlos e Isabel han encontrado de conjurar la tortuosa travesía del duelo -que no es sino el proceso de adaptación a una nueva situación: aprender a vivir sin un ser querido-, de exponerlo al sol y, mediante un proceso de psicología inversa, hacer terapia de choque y «rescrivivir» la historia de su hijo. Han logrado con ello vehicular su dolor y ordenar sus recuerdos, rendir homenaje a Alberto, y recomponer los pedazos para continuar viviendo, más o menos incólumes.

Descansa en paz, Alby; y que la tierra, principio y origen de todos los colores, te meza en su seno y te sea para siempre leve. Ojala con tu muerte hayas conseguido el pasaporte directo para el paraíso de los grafiteros, y en él no te sientas ya más un rebelde con causa; puedas pintar, libre, tus tags en el aire y las nubes, y dejes fluir sin barreras tu enorme creatividad y tu fuerza. Tal vez, en el fondo, agotado tu karma de vivir tan intensamente, lo que has conseguido al morir de forma prematura es materializar uno de tus sueños, encarnado para siempre en la reivindicación de tu tag último: Trip, el eterno viaje.

* Catedrático de Arqueología de la UCO