Estaba previsto que en el 2018 se hablara y escribiera mucho de Pablo García Baena, al haber sido declarado el año dedicado al cofundador del Grupo Cántico por la Junta de Andalucía. Un honor que apenas si pudo desfrutar --aunque sí otros muchos, casi todo los posibles, que se le fueron acumulando en las últimas décadas-- porque nos dejó con los fríos de enero, en plena campaña navideña, que él inauguraba en su piso de la calle Obispo Fitero a la vez que su belén y clausuraba, como todo buen belenista, el 2 de febrero, día de la Candelaria. Pablo falleció un 14 de enero, tras una intensa vida de 96 años guiada por el culto a la belleza y la amistad, y era de suponer, en una ciudad de grandes duelos y poca memoria, que su nombre y sus versos se irían diluyendo arrastrados por la ausencia hasta que, quién sabe cuándo, alguien los rescatara al calor de nuevas modas, que siempre son de ida y vuelta. Pero no, la huella que el poeta ha dejado en Córdoba, la ciudad de sus amores y sus desesperos, es tan profunda que no ha podido con ella el viento de la muerte. Siguen siendo constantes los acontecimientos literarios y sociales que tienen como protagonista a aquel nonagenario amable y sosegado al que todo el mundo quería, cada uno por sus propios motivos.

Las últimas ocasiones en que se ha evocado a García Baena han venido de la mano de la Navidad y el recuerdo de los tiempos en que su belén propiciaba una Isla Amistosa (así bautizó Josefina Liébana los encuentros lúdico-poéticos entre su hermano Ginés y Pablo, aún adolescentes, en la azotea de su vivienda en Horno de la Trinidad). Por esas fechas, y con ayuda de sus sobrinas María Dolores y Encarni -como recordaba en un reciente artículo Juan José Primo-el hogar de Pablo se hacía nido cálido. Y allí este hombre generoso, leal y cumplido hasta límites más allá de lo cortés recibía con dulces y licores a familiares, allegados, poetas y en general a todo el que le propusiera una visita, atraído por la admiración y, también hay que decirlo, por el morbo que da colarse en la intimidad de un personaje público.

Precisamente en esos recuerdos y muchos más centró José Campos su pregón de Navidad, que vino a ser un entrañable recuento, profusamente ilustrado con imágenes, de los buenos días perdidos en torno al belén de Pablo. O mejor dicho belenes, porque acostumbraba a alternar un año el nacimiento que describía como «popular» con el «napolitano» al siguiente, ambos llenos de imaginación, ternura y buen humor. Aunque no se ha quedado el pregonero en las palabras de aquella tarde en la Diputación sino que, desaparecida la Isla Amistosa, para prolongar la remembranza del amigo ha instalado en el patio de entrada a Bodegas Campos las figuritas que Pablo empezaba a colocar con un ritual de entusiasmo infantil y paciencia el día de la Inmaculada, prestadas por la familia y montadas por José Luis Rey y Valeriano García Domenech.

Pero la sombra de García Baena es muy alargada, y en lo literario no cesa de extenderse. Quizá lo que menos ha trascendido sea la reciente aparición de la antología de poemas Rumore Occulto, coeditada en italiano y español por la editorial Pasigli y la Diputación de Córdoba, en cuya difusión ha puesto el mayor empeño la profesora de la UCO Celia Fernández. Por otro lado se acaba de presentar el libro Al vuelo de una garza breve, integrado por 42 sonetos que son una rareza en Pablo -nunca acabó de gustarle este tipo de composición-, que se suma al titulado Un navío cargado de palomas y especias, recientemente publicado. Y se espera la pronta aparición de la obra póstuma Claroscuro. Vivo o muerto, 2018 ha sido el Año García Baena.