Así, como el libro que el mundo literario dedicó a Julio Cortázar, podría titularse el fenómeno desplegado en las redes sociales bajo el hashtag #FuerzaJulio desde que el pasado sábado nos sacudió la noticia de que Anguita había sufrido un nuevo infarto --quinto gran susto que le pega su apasionado corazón-- y que estaba en la UCI, de la que a la hora de escribir estas líneas aún no ha salido. Sí, no solo desde Córdoba, donde aún se recuerdan con respeto y cierto orgullo patrio sus años de alcalde, sino de todas partes llueven mensajes de ánimo para Julio Anguita, el político que sin casarse con nadie sedujo a tantos --al margen de ideologías-- por su coherencia y honradez, aunque luego muy pocos lo votaran.

Veinte años después de dejar su último cargo público, la dirección nacional de IU, y dieciocho desde su jubilación como profesor de instituto, este enseñante nato al que la vida apartó de su verdadera vocación, la docencia universitaria, seguía encerrado con sus reflexiones, que luego van a libros y manifiestos --el último, hace unos días, al frente del colectivo Prometeo-- cuando volvió a sentir el latigazo de ese músculo traicionero empeñado en cargárselo. Estaba pasando bien el confinamiento, que solo abandonó un rato con Agustina, su mujer; un visto y no visto de su querido barrio de Puerta Nueva. Porque, por grande que sea su afición a los paseos, era consciente de ser carne de coronavirus por sus antecedentes cardiacos; y además se asustó de la tromba de gente sin mascarilla con que se topó en aquellas primeras horas de libertad intermitente. De modo que volvió a su refugio seguro. En casa, fiel a su estilo sosegado por fuera, hirviente por dentro, había aprovechado el aislamiento para reordenar la biblioteca y el archivo. Un notable patrimonio documental, nutrido con paciencia, muchas horas de estudio y una inconfesada aspiración de trascendencia, que Julio Anguita --hombre místico desde su agnosticismo aunque supliera la fe perdida por la física cuántica--, siempre ha considerado el mejor legado que puede dejar a sus tres hijos y a la humanidad.

Pero dejará muchas más cosas. Quedará para siempre el mito del califa rojo que lo hiciera famoso desde los albores de la Transición; el perfil altivo, como marcial, tras el que este hijo y nieto de militares oculta su timidez cuando se siente juzgado, ya sea por los suyos («No soy comunista de misa y olla sino con libertad de pensamiento», suele reivindicar) o por la historia. O por esa cohorte de admiradores y curiosos que lo aborda en la calle para hacerse selfies con él que, presto a observar pero sufriente observado, en tales trances daría cualquier cosa por hacerse invisible. Permanecerá, junto a esas dotes dialécticas que apabullan al público en foros y conferencias y a su empeño en nadar a contracorriente, levantando las alfombras de la corrupción a diestra y siniestra, la figura de un tipo íntegro y cabal. Alguien capaz de algo tan insólito en España como renunciar en silencio a la jugosa pensión a la que le daban derecho sus años de parlamentario porque, dice, con la de enseñante tiene para vivir con sencillez y decoro. Quedará el recuerdo de un hombre sabio y bueno al que todos aprecian, aunque casi nadie haga caso.