Iban Tere y María, dos adolescentes con el pavo subido, por la plaza del Cristo de los Faroles, cuando vieron a un grupo de adultos paseando. “¡Chiquito!”, gritó Tere a cinco mil decibelios. Y él sonrió y le dijo “dame un beso, guapa”. Allá que se fueron felices las dos crías, con su beso, su mochila y sus calcetines, entusiasmadas. “¡Hemos visto a Chiquito de la Calzada!”, “iba con su mujer, que es de Córdoba”, “nos ha saludado”. El acontecimiento del día, del mes y del año.

A cuánta gente habrá saludado Gregorio Sánchez por la calle en las dos últimas décadas. Cuántas fotos se habrá hecho. Sin un mal gesto, con una sonrisa. No podía, desde luego, pasar desapercibido, con su pelo, sus patillas, su mirada luminosa e irónica, esa gracia por la gloria de su madre, esa buena educación, siempre. ¡Qué placer el de su cortesía! ¡Qué descanso esos chistes tan malos en los que el final no importaba, pues era el camino, los fistros, los pecadores de la pradera, la mano en la cadera, los saltitos y el “jarl”, ay el jarl, que todavía no ha entrado en el diccionario de la RAE pero sí en nuestras vidas.

Verlo todo sin juzgar, consiguiendo dar una nueva luz a lo políticamente incorrecto, convertir en creaciones surrealistas los estereotipos ramplones de los chistes de infidelidades, de guardias civiles, del niño impertinente, del gitano y del borracho, del mono y el león, las escenas de la bella Yoli y el Condemor, el conde Brácula con B de Barbate… Te reías, sí, por su voz, por sus gestos, por su sonrisa, por ese lenguaje nuevo que al día siguiente empleábamos todos por la calle. Todos estábamos allí, en el fondo de sus relatos. ¡Ay, pecadorrr!, ¡que está la cosa muuuuy mala!

Por la gloria de tu madre, Chiquito, que fuimos felices viendo cómo ya mayor, tras miles de volteretas en tu vida, te hacías famoso y ganabas dinero. Te imaginábamos en los largos años de cantaor sin ser figura, de animador de fiestas, cansado de camerinos y viajes, “no puedo, no puedo”, allí en Japón “donde una barra de pan cuesta más que un empaste”, volviendo con tu Pepita, siempre con tu Pepita, la bella cordobesa que te enamoró. A nadie le molestó tu éxito, y ese es el mayor de tus méritos.

Chiquito, más te quisimos cuando vimos tu tristeza al quedarte sin tu compañera. Y más te hemos querido ahora que te has ido y recopilamos tantas cosas que introdujiste en el fistro de nuestra vida y lenguaje cotidiano. No te dieron la Medalla de Andalucía, iban antes otros compromisos, pero es como si la tuvieras, porque te instalaste en los corazones de la gente. Es lo que tiene la inteligencia cuando se acompaña de bondad, que se fistra.