Yo creo en Dios porque cree mi madre. En ella todo es cierto; hasta sus chistes. Y sé que la mujer es superior al hombre gracias a ella porque no he conocido a nadie con esa fuerza de voluntad. Hasta cuando está mala trabaja más que un mulo romo. Y lo hace sin hablar y siempre ocupando el lugar del que cree que está cansado (aunque este sea más joven). En ella todo es esforzarse por los demás sin recompensa. Recuerdo cómo no le daba tiempo a darme de desayunar y tocaban a la puerta de clase; era mi madre que le decía al profesor --con extrema seguridad que impedía al hombre rechistar-- que yo saliera un momentillo y en los pasillos me daba mi café y mi tostada. Ya desayunaíto, yo volvía al aula bajo la mirada cabreada del profesor y la de los niños, que ponían un gesto que nunca pude traducir. Mamá convierte los momentos apurados en divertidos y la dificultad en esperanza. Y es que sabe lo que vale un peine: la posguerra fue durísima, mucha hambre. Cuando tenía doce años ya era mujer y hubo una boda de un cortijero rico de Iznájar. Mi madre se metió en el convite causando admiración por su belleza y, a la vez, pasando desapercibida como procedente de otro estrato social porque era elegante. Iba con una toquilla al brazo como si llevara un bebé tapado por el frío y disimuladamente fue llenando el interior de lonchas de jamón hasta que el falso retoño cogió kilos y entonces se marchó volando a quitar fatiguitas a toda su calle. A partir de ahí ya no paró de ganar billetes vendiendo textil para no pasar más por ahí. Tanto que todo el que llega sale más gordo (que les pregunten si no a los albañiles que han currado en casa). Como abuela y como esposa es el ángel de la guarda. Mi padre siempre ha sido un gran policía; muy valiente y humanitario pero un poco despistado y una vez lo arrestaron injustamente. Mi madre, aduladora, fue a la Comisaría a ver si podía arreglar la cosa. Pero el superior no daba su brazo a torcer. Entonces se hartó de adular y le dijo a aquel oficial que tenía el pescuezo de un pavo. Y el hombre tuvo que soportar quedarse con ese apodo para siempre en el ámbito (dicen los mentideros policiales de entonces que para incomodar a este señor que no era malo, los altos mandos bromeaban diciéndole «que viene la Manuela»). Una madre es un tesoro, pero una esposa que quiera a su marido como a un hijo es un tesoro doble. En fin, ella es fundamental para la felicidad de los suyos. Pero es que con los desconocidos sin recursos su solidaridad deja con la boca abierta. Vamos, que como a mi madre la quiere mucha gente, le gritamos: ¡te queremos, Manuela!

* Abogado