Lo del teletrabajo es una de las cosas que deberían ser objeto de los legisladores a marchas forzadas en el Congreso si la clase política no estuviera a lo que está, que es arrearse mamporros por un puñado de votos. Es de esos temas que necesitan una inmediata regulación, un asunto pendiente que está delante de nuestras narices y que realmente preocupa a cientos de miles de ciudadanos... aunque parece que no lo vean así los que hemos elegido para que se anticipen y ocupen de ello.

Y es que una de las consecuencias más importantes del pasado confinamiento ha sido en lo laboral, social, política, de hábitos y hasta psicológicamente la imposición del trabajo desde casa, que en el 2019 apenas afectaba a un 8,3% de la ocupación del país (y ya me parece mucho para España, que estaba a la mitad de la media europea) y que fue un método empleado durante el encierro al menos parcialmente por un 80% de las empresas, según estimaciones del Banco de España.

Para un servidor, el éxito de los teletrabajadores durante la crisis sanitaria ha demostrado dos grandes hechos que puede que no queden registrados en los coeficientes económicos, pero que son evidentes para la ciudadanía y marcan época. El primero, que las empresas pueden ahorrarse el sueldo de ese jefe intermedio mezquino que solo se dedica a atosigar al empleado, bien por ansias de medrar o por no saber hacer otra cosa para sentirse importante. Tal espécimen sobra de toda plantilla. Es el final del negrero en vivo. A menos que también se reinventen y encuentren la fórmula de también teleacosar laboralmente al empleado, aunque sea menos gratificante para él. Porque ahora es el tiempo del jefe seguro de sí mismo, con empatía, que manda pero no precisa avasallar, del auténtico líder de equipo, del que sabe que su empleado es su materia prima, no su enemigo. Buenos jefes esos tanto antes, cuando eran otros los que medraban, pero especialmente ahora, cuando son imprescindibles.

Y segundo, que los teletrabajadores han echado, y sin que nadie se lo pidiera, dos horas de media más de trabajo según los primeros estudios, con picos de actividad nocturna en internet nunca antes visto desde medianoche a 3 de la madrugada. Todo ello con una sensación de que no había reloj y las horas de trabajo se confundían entre la mañana, la tarde, la noche y la madrugada; con muchos empleados que no les importaba sacrificar más tiempo quizá por encontrarnos en momentos convulsos en donde el puesto laboral está en peligro, pero también por pundonor o porque, y se ha demostrado, no hay mejor jefe que uno mismo.

Así, con un teletrabajo que ha dado cuenta de su eficacia y que ha llegado para quedarse en cierta parte los legisladores tienen que actuar. Respecto al jefe negrero que necesita el trabajo presencial para ser alguien a base de dar latigazos a la tropa, poco puede hacer la clase política, salvo quizá contratar a algunos de ellos como asesores de algo. Pero para todos los trabajadores que se han encontrado haciendo de su casa la fábrica hay que disponer inmediatamente límites de tiempo, condiciones laborales, horarios de atención a sus jefes, compañeros y clientes... Algo. Al menos un mínimo. En fin, que para cientos de miles de trabajadores en una nueva situación hay que legislar. Y ya. Si a sus señorías les da de sí su horario laboral y no están en asuntos propios, claro.