¿Qué hacemos con el peque o los peques? He aquí la pregunta que nos viene a la cabeza cuando se acercan las vacaciones escolares, y nosotros, madres y padres, tenemos que seguir trabajando. Compaginar las vacaciones de las criaturas con nuestra vida laboral se convierte a menudo en una misión imposible, en un ejercicio de malabarismo extremo.

El calendario escolar no está pensado para que sea compatible con la vida laboral. Algo que no solo sufrimos en verano, sino también a lo largo del curso, cuando los pequeños salen de la escuela y nosotros tenemos que seguir trabajando. Y es aquí donde entran en acción los abuelos, una reducción de jornada -casi siempre a cargo de la madre-- o, si nos lo podemos permitir, extraescolares o la contratación de alguien para que se quede al cargo.

Hay quien apunta que la solución pasa por aumentar el horario lectivo, por seguir ajustando la crianza al empleo. Sin embargo, la respuesta reside justo en lo contrario, en adaptar el mercado de trabajo al cuidado, no al revés. Y ¿cómo se hace? Con una reducción drástica de la jornada laboral -sin bajar el salario-, con horarios razonables. Pero esto no se encuentra encima de la mesa, ni tan siquiera en la de los principales sindicatos. La precariedad laboral nos arrastra en dirección contraria. No hay voluntad política para cambiarlo.

La escuela no debería ser entendida como un párking donde dejar a las criaturas, sino un lugar de aprendizaje a todos los niveles, entendiendo el juego como parte intrínseca del acto de aprender. Del mismo modo que cada vez más el horario del comedor escolar se integra en el currículum, ¿por qué no hacer lo mismo con parte de las vacaciones escolares? Y no me refiero a aumentar las horas de los profesionales del centro, ni tampoco a externalizar dichos servicios, con la precarización que esto conlleva, ni a poner más clases a los pequeños. De lo que se trata es de destinar mayores recursos públicos al sistema educativo para, al margen de encontrar el encaje con un mercado de trabajo que da la espalda a los cuidados, generar espacios donde niñas y niños aprendan y crezcan más allá del aula, con una propuesta que sea accesible a todos.

De hecho, los sectores sociales con menos recursos económicos son los que mayores dificultades tienen para cuadrar el rompecabezas de la conciliación. Así actúa la tiranía del empleo, que se ceba en los trabajadores pobres y también en sus criaturas. «Los niños de la llave» no es el título de una película de terror, como podría deducirse por la historia que esconde, sino el nombre que reciben todos esos pequeños que se quedan solos, encerrados en casa, mientras sus progenitores trabajan en verano, al no tener adonde ir. Se trata de 580.000 menores de entre 6 y 13 años, el 15% del total, según datos de la oenegé Educo. Son invisibles, pero no son pocos.

Con el verano no solo sufrimos el calor, sino también la imposible conciliación y las desigualdades de clase.

* Periodista