En la la ciudad adensadamente provinciana por la que transcurren en su ancianidad los «ríos que van a dar a la mar, que es el morir», se alzan aún varios edificios que evocan pasadas grandezas o momentos estelares de su modernidad penetrados ya de la carcoma de la ruina o la postración. Entre ellos se cuenta uno que todavía en un ayer no demasiado lejano bullía casi cuotidianamente con la presencia rumorosa de «los mozos» que iban en sus espaciosas estancias a alistarse o a licenciarse de las filas de una «mili» en general más alabada que criticada, así en el principio como, sobre todo, al final de su experiencia castrense. No en balde durante más de cien años, y a falta de una escolarización generalizada y efectiva, el Ejército fue en nuestro país el principal instrumento de socialización de las señas de identidad y principales valores morales de un pueblo de andanza milenaria.

Pues en el servicio militar obligatorio se entrecruzaban los destinos, sueños e ideales de jóvenes provenientes de todo el país, sin distinción --a partir de los comienzos de la centuria novecentista-- de clases, oficio o instrucción: el campesino de la España «profunda» --Lugo, Jaén, Huesca, Zamora, Tenerife...-- con el bachiller de ciudades «capitalinas» e industrializadas, a la manera, entre otras, de Málaga, Valencia, Bilbao, Oviedo o Barcelona. Todo se mezclaba y fundía en el sentimiento común de pertenencia a una colectividad acendrada por su peso cultural y su aportación --en verdad, inestimable-- al patrimonio más alquitarado de la Humanidad.

Ya en cuarteles y campamentos unos cuadros en su casi integridad muy conciencienzados de su alta misión --la preservación física y constitucional (desde 1886 hasta 1923 no se registró venturosamente ningún pronunciamiento o intento de ello) de una patria idolatrada, sin que por ello España fuese ni mucho menos campeona de ninguno de los torneos nacionalistas tan frecuente en el viejo continente entre 1870 y 1940-- consagraran lo menos de sus afanes a la enseñanza de una conciencia nacional capaz de resistir y enfrentarse a toda suerte de pruebas: contraofensiva victoriosa a la excruciante retirada de Annual; represión exitosa y de muy escaso derramamiento de sangre de la rebelión catalanista liderada por el presidente de la Generalidad Luis Companys en octubre de 1934.

La guerra civil de 1936 significó, incuestionablemente, el nadir de la convivencia nacional y el fastigio del ancestral o al menos secular cainismo hispano. Aunque abandonado por un gran número de sus mandos --estas líneas se emborronan junto a una posada en la que habitó por algún tiempo el ejemplar teniente coronel Pérez Salas, fiel hasta el final de la contienda fratricida, nunca mejor empleado el término por la militancia de su hermano en el bando opuesto, a su juramento de lealtad a la República--, la mayor parte del Ejército se adhirió al sector «nacional». Las huellas de tal opción habrían de tardar interminables años en desaparecer. Pero no por ello, el Ejército dejó de ser uno de los principales protagonistas del venturoso retorno de las libertades y la no menos feliz recuperación de la democracia.

* Catedrático