Como se recordará, a comienzos de setiembre de 1812, en los aledaños del pueblo de Borodino -no muy lejano de Moscú- se agruparon cerca de 350.000 soldados, cifra en números redondos igual a la de los habitantes de la ciudad en que se escriben las presentes líneas, la undécima capital de nuestra nación. Con alusión ajustada a la realidad, los campesinos rusos denominaban al Ejército mancomunado de Napoleón, el «de las cien lenguas», con referencia precisa a sus contingentes, andaluces, valencianos, catalanes, valones, napolitanos, piamonteses, suizos, bávaros, westfalianos, sajones, polacos... Con las últimas luces del atardecer de la víspera de la gigantesca y, en verdad, excruciante batalla -teatro de los mayores horrores hasta entonces registrados en los más grandes enfrentamientos bélicos de las campañas que la precedieron desde los días de Alejandro-, el «generalísimo» ruso Kutuzov ordenó que varias procesiones religiosas recorrieran el escenario en que se asentaban sus huestes, a fin de que sus integrantes rindieran culto a las imágenes sacras de los monasterios situados en la geografía con mayor devoción en los estamentos populares de la región. (Vid. el espléndido relato de un genio de la literatura, Tolstoi, en Guerra y Paz). El ascendiente y peso decisivo de la «Tercera Roma» en la identidad rusa se revalidaba así una vez más, sin que desde la Edad Media se encontrara un lugar y un momento más adecuados para que el nacionalcatolicismo en el país de los zares se revelara de forma más avasalladora y determinante.

Dos siglos más tarde, en los inicios de su granítico liderazgo sobre un país que copreside los destinos mundiales ha muy cerca de una centuria, su guía indiscutible, con la discreción que le es propia, pero también con la sinceridad desarmante que le caracteriza, afirmaría, al hilo del retorno a la unidad de una Iglesia escindida por el inicial estalinismo: «La división de la Iglesia era una grieta que atravesaba toda la sociedad. Desde el principio busqué la reunificación». Y casi en paralelo con esta reunificación, el Parlamento devolvía, con muy escasas pero preciadas excepciones -V.gr. la catedral de San Basilio...-, a la Iglesia ortodoxa todos sus antiguos bienes, y la convertía en una inmensa, descomunal propietaria inmobiliaria, en una deriva harto distinta a la seguida o proyectada por algún que otro Estado de Occidente con cuadros de mando de anchuroso pedigrí marxista...

De hondas convicciones religiosas por vía materna, el mandatario mundial hodierno de más prolongado y trabado poder ha encontrado en el P. Tijón uno de sus colaboradores más eficaces a la hora de implementar políticas con verdadero alcance nacional. El abad del monasterio de Sretenski, paredaño con la terrorífica Lubianka y antaño parte de sus mismas dependencias, ha comisariado por designación de Putin diversas exposiciones artístico-históricas sobre el apasionante pasado de un pueblo envuelto en enigmas y lances misteriosos, incluso, a las veces, truculentos. El éxito ha sido rotundo; al igual que las colecciones bibliográficas en torno a una de las literaturas y de las músicas que más excavaron en el alma humana para desentrañar sus pulsiones dramáticas y alegres, obtenían en el mismo periodo un eco arrollador en una sociedad enfebrecida a la búsqueda de su identidad. Que en una gigantesca ola de secularización universal se asista en la Rusia de Putin a una revalorización espectacular de su religión tradicional es prueba irrefragable de la muy peraltada singularidad de su destino y trayectoria.

* Catedrático