El pasado, casi 70.000 personas, la décima parte de la población de Fráncfort, tuvieron que abandonar sus casas en la mayor evacuación que ha vivido Alemania en la posguerra. La causa fueron los trabajos para desactivar una bomba de la Segunda Guerra Mundial cargada con 1.400 kilos de explosivos que apareció en una obra. El año pasado el descubrimiento de una bomba similar en Augsburgo obligó a 54.000 personas a pasar el día de Navidad en pabellones deportivos. En otros lugares, cuando empiezan a excavar para construir o reparar algo aparecen ruinas romanas; aquí, bombas. No se sabe con certeza cuántas quedan todavía, aunque se calcula que en Alemania son unas 100.000, de las que cada año se desactivan unas 5.000. Faltan muchas, pues. Y pueden estar por cualquier parte, sobre todo en las ciudades. Fráncfort sufrió más de 70 bombardeos. De pronto, mi ciudad, cosmopolita y más bien apacible, se me presenta como una especie de campo de minas secretas. El suelo me parece menos firme. Un suelo que ya tenía algo poroso, pues en casi todos los barrios, en muchísimas aceras, lo horadan unos adoquines cuyas cabezas metálicas sobresalen lo justo para que tropecemos con ellos. Están ahí para recordarnos, a veces solitarios, a veces en pequeños grupos, los nombres de los judíos que vivían en esas calles, justo en esos portales y que fueron arrancados de sus casas y enviados a campos de concentración. Nuestras ciudades están levantadas sobre otras ciudades que fueron. Caminamos por calles trazadas sobre sedimentos de edificios, restos de enseres domésticos, también cuerpos que quedaron sepultados bajo capas de tierra o escombros. Un sustrato entre el que se ocultan y acechan esas bombas que no explotaron. Monstruos durmientes con toneladas de explosivos en sus cuerpos decrépitos. Una herencia infame que ojalá no dejemos nosotros a los que vengan. Esperemos que ellos no sientan que tienen que caminar por las calles de puntillas para no despertar a una bomba que cayó hace más de 70 años.

* Escritora