Nunca he vuelto a sentir la intensa claridad que producía ante mí el cielo de enero al posarse en las casas humildes de mi barrio, en sus viejos tejados, antes del Día de Reyes, cuando el aire arrastraba un olor sagrado a líquenes y la ilusión respiraba en las aceras, donde los perros jugaban con los niños. Era, sin duda, una época agridulce, llena de horas musgosas, húmedas y sombrías, pero también una edad que deambulaba a caballo entre la devoción por lo pequeño y una especie de afecto trufado de entusiasmo que humanizaba el espacio de aquel mundo convirtiéndolo, a veces, en un raro paraíso. En aquellas horas lo gélido era cálido; lo que parecía oscuro era transparente. Aunque el frío latía adherido a las paredes, las puertas de casa solían estar abiertas desde el amanecer hasta la noche, como una señal nítida e inequívoca de una fraternidad que era alegría, júbilo y sencillez al mismo tiempo. Vivíamos instalados en una paradoja. Cercada en su esencia por la Dictadura (estábamos inmersos en la bruma del franquismo), la libertad, no obstante, era tangible en medio de aquel universo campesino donde las casas se abrían como acequias ofreciendo alegría, humanidad, ternura, en mitad de un espacio en que la pobreza endémica y la falta de fe -o esperanza- en el futuro favorecieron la despoblación y un éxodo insoslayable al mundo urbano que condujo, sin duda, a esa España despoblada que hoy, por desgracia, estamos padeciendo.

Dicen que el dinero trae felicidad, pero, a veces, acarrea también desolación, altivez y egoísmo, desprecio y desconfianza. En el tiempo que digo el dinero era muy escaso, pero sí que existía -yo así lo percibía- un sentido profundo de solidaridad: lo poco que había en aquel espacio humilde solía compartirse entre todos los vecinos y nadie robaba nunca nada a nadie. No he visto en mi vida tanta dignidad y tanta honradez concentradas en torno a mí. El paso del tiempo suele mitificar y engrandecer detalles de un pasado que tal vez fuese oscuro, aunque hoy no lo parezca al recordarlo desde una perspectiva absolutamente mágica e inocente. Uno es consciente, al final, de un modo u otro, de las mil deficiencias y las limitaciones que planteaba aquel mundo campesino tan diferente al espacio que ahora habito: esta hermosa ciudad que piso día tras día con un sentimiento inequívoco de arraigo en el color y el aroma de sus calles. Y es verdad, no lo dudo, que Córdoba es segura y también familiar: una ciudad moderna y a la vez milenaria, serena y habitable. Mas también reconozco que nunca sentiré una sensación de seguridad tan indestructible y firme como entonces: una seguridad que procedía del respeto al vecino y del familiar afecto que nos teníamos los unos a los otros. En mi pueblo natal la vida de aquel tiempo -es extrapolable a cualquier otro lugar- nada tenía que ver con la de ahora. Hoy se ha diluido aquel profundo afecto. Se han desvanecido la fraternidad y la dignidad que entonces nos guiaban y acababan soldando nuestros corazones a las nobles raíces rurales de un espacio familiar, entrañable y seguro como pocos. Sé que me dejo arrastrar por la nostalgia y el suave temblor que posa la memoria en mis ojos de adulto cada vez que me traslado con el pensamiento al lugar de mis raíces. Es posible que haya muchísimas personas de aquel mundo rural que piensen muy distinto a como yo pienso, mas puedo asegurar que nunca he vuelto a sentir la libertad de mis años de niño al pie del Verdinal, el pozo que había en el centro de mi barrio, cuando todas las casas tenían la puerta abierta y los vecinos entre sí se respetaban de una manera que a mí me conmovía. Hoy no dejo mi casa abierta ni un minuto, temiendo que alguien pueda entrar en ella para robarme y violar mi intimidad, el espacio vital donde hallo mi refugio espiritual y, al mismo tiempo, físico. Nadie tiene derecho a entrar a casa de otro para desgarrar su felicidad más íntima, pues la libertad nace esencialmente del profundo respeto que hemos de guardar al prójimo. Quizá mi humanismo cristiano hoy no se estile y, al reivindicarlo, haya alguien que me trate de conservador, carca o anacrónico. Pero debo insistir en que la libertad destella cuando uno no teme a dejar su casa abierta y confía en los demás tanto o más que en su persona. La libertad flota alegre en nuestro ámbito y en nuestro interior cuando el recelo huye. Y en aquella lejana época rural de puertas abiertas la generosidad, la dignidad, el afecto y la ternura derrotaban al miedo, pues nadie desconfiaba (quizá porque nada teníamos que perder, y por otras muchas razones) del vecino. Soy consciente de que hablo de un tiempo devastado por el silencio, la ausencia y el olvido. El espacio de mi niñez no volverá, pero aún quiero soñar, pese a todo, con los días en que nada impedía, ni el frío o el calor, que estuvieran abiertas las casas de mi barrio ofreciendo una imagen humana, familiar, que a mí me sirvió para reflexionar que la libertad fulge cuando el temor no existe.

* Escritor