El puente Morandi de Génova pasará a la historia como la metáfora más cruel del colapso de la confianza entre políticos y ciudadanos, de la Italia que llora rabiosa estos días, pero también del resto de sociedades occidentales que viven una crisis de confianza democrática alarmantemente similar a la italiana. Ciudadanos enfadados; políticos lejanos y perplejos que no saben cómo llenar este vacío.

El drama italiano tomó una forma espeluznante con el derrumbamiento del viaducto el pasado 14 de agosto, pero no termina ni comienza ahí. Al menos 43 personas murieron y unas 600 perdieron sus casas. Ni siquiera este horror, la pérdida de las vidas inocentes, muchas de ellas seguramente distraídas y dispuestas a soñar un poco en plenas vacaciones, o el desahucio de personas que de la noche a la mañana quedaron a la intemperie, ha logrado lo más básico: honrar a las víctimas y unir a la sociedad en el dolor.

La mayoría de los familiares decidió no participar en el funeral de Estado. «No queremos una farsa, sino una ceremonia en casa. No necesitamos desfiles de políticos», dijo el padre de una de las víctimas. No se conocen todavía las razones precisas del derrumbamiento, que podría deberse al mal diseño del puente, a sus materiales inadecuados o a un mal mantenimiento, pero el drama soterrado es que ni las víctimas ni tantos otros italianos indignados se fían de sus políticos: ni de que sean diligentes cuidando sus infraestructuras ni de que sean capaces de estar a la altura para honrar a las víctimas.

Si se rompen los puentes entre los ciudadanos y los políticos, esa estructura mental que nutre de legitimidad al sistema, que permite a los ciudadanos sentirse al mando mediante unos representantes reemplazables, la democracia se resiente. La historia es tozuda: si colapsan esos puentes se llevan consigo la libertad y los sistemas que la sostienen.

La caída en la confianza de parlamentos nacionales, gobiernos y sistemas judiciales es constante en las últimas décadas en muchos países occidentales. En Estados Unidos, desde 1958, preguntan si creen que su Gobierno hace lo correcto todo el tiempo o la mayor parte de él. Hasta los años 60, el 75% decía que sí. Desde 1980 -año de la victoria de Reagan, que leyó perfectamente este escepticismo-, solo un 25% responde que sí al margen de quien gobierne (datos del Carnegie Endowment for International Peace).

La crisis económica desatada en el 2008 se ha encargado de agravar esa crisis de confianza en las élites. Los hijos de esta ira popular son de sobra conocidos: brexit, Trump, Salvini... Con todos los problemas que tiene Europa, es sintomático que los datos del último Eurobarómetro revelen que los europeos confían más en la UE que en sus gobiernos y parlamentos nacionales.

Salvini, que es ministro del Interior italiano gracias a los espectaculares resultados que tuvo la extrema derecha en las pasadas elecciones, se paseó por el funeral de las víctimas haciéndose selfis. El mismo día de la tragedia culpó a la UE de lo ocurrido y esa noche se fue a una fiesta de su partido. También dijo: «En un día tan triste, hay una noticia positiva: el Aquarius no vendrá a Italia».

Salvini no devolverá la confianza de los italianos en sus políticos. Trump no mejorará la vida de la irritada clase blanca trabajadora que le votó en masa. Tampoco el brexit llevará a los británicos a la tierra prometida. Al contrario, les hará todavía más pobres. Unos y otros fenómenos dan cuenta de la quiebra de la confianza de los ciudadanos en sus políticos y de su disposición a dar una gran patada en la boca del estómago al stablishment, aun a costa de que pueda ser un acto suicida.

Unos 10.000 puentes en Italia han superado el límite de vida útil para el que fueron construidos, la mayoría en los años del boom de las décadas de los 50 y los 60. Algo similar le sucede a nuestras democracias, que poco han cambiado desde entonces; un tiempo poco parecido al actual, con sus Estados adelgazados e impotentes frente a los cambios de una globalización que se les escapa de las manos. De poco sirve señalar y arrojar la palabra populista a estos nuevos enemigos del sistema, como sostenía recientemente Roger Cohen en The New York Times. Emplear esta etiqueta es reconfortante intelectualmente porque evade a las élites de la gran pregunta incómoda: ¿qué han hecho mal y qué deben hacer para que los ciudadanos recuperen la confianza en sus políticos? Urgen respuestas antes de que sigan cayendo puentes.

* Periodista y analista político