Más famoso que los puentes de Brookyln en Nueva York o de Rialto en Venecia, más esperado que el de Santiago Calatrava, más épico que el cinéfilo sobre el río Kwai y más bendecido que el San Rafael, estamos en el puente más deseado del año: el de la Constitución y la Inmaculada, alta ingeniería civil del siglo XXI. Ecos del nacional catolicismo, donde laicistas y agnósticos hacen un paréntesis de conciencia con gran esfuerzo, de tripas corazón, para darse un homenaje de cinco días de jolgorio prenavideño. Impagable aportación de la Carta Magna a la convivencia nacional, para despiste de foráneos, en urdida confabulación con el dogma que proclamara Pío IX tal día de 1854.

El puente es la noticia. Los hoteles se encuentran a rebosar, hay reventa en los teatros, colas de espera en los restaurantes, y en trenes y aviones no quedan billetes para tanto desplazamiento. Es un deseo irreparable de cambiar de aires, de romper con el tedio, de nuevos paisajes por los que transitar nuestra laboriosa existencia. Puente para funcionarios y empleados, que no siempre coinciden, y para pocos autónomos que no gozan de esos «asuntos propios» que aquéllos se reservan para estas fechas, donde todo el país se queda casi en servicios mínimos para echarse a la calle. Aunque la moda ahora, en la capital del Reino, sean esas vías unidireccionales para viandantes, que ni con la dictadura pasaba esto.

Cinco días en los que descubrir los pueblos más bonitos de nuestra geografía, para visitar belenes siguiendo la tradición, para olvidar el procés y las elecciones catalanas, para animar el consumo o disfrutar los últimos estrenos de la cartelera. La cultura del ocio, términos que no siempre van ligados, va ganando adeptos de forma considerable animada por la necesidad del mercado de ofrecer tiempo y espacio para alimentar el gasto.

Y de paso, para disfrutar de esa iluminación especial que más allá de sus luces, nos muestra también las sombras de quienes no tienen ese neo derecho de puente, porque sus circunstancias económicas, laborales o personales no se lo permiten.

Superado hace décadas el homo sapiens y el homo faber, el homo festivus no tiene ya antagonista. Lo vemos en todo lugar, criatura definitivamente liberada de todas de las cuestiones existenciales que tanto atormentaban a sus ancestros, como recogía la obra del escritor francés Philippe Muray, carente de los atosigantes prejuicios de épocas pretéritas, huye de toda ingerencia humanitaria y se afana en devorar el presente sin trascendencia alguna, eso sí, con una bolsa grande de compras en las manos.

* Abogado