Es el pueblo una persona capaz de acertar o de equivocarse? En el siglo XIX --y siguiendo la estela del romanticismo alemán-- algunos nombres colectivos como «pueblo» o «nación» adquirieron el estatus de personas o cuasipersonas dotadas de una voluntad propia. Tales personas resultaron ser, además, omniscientes y, por tanto, infalibles --hablaban siempre ex cathedra, por así decir--. Desde esta perspectiva era imposible imaginar siquiera que el pueblo pudiera equivocarse. Lo malo es que en nombre del pueblo o de la nación --más tarde le llegó el turno también a la «raza»-- se asesinó a millones de personas, igual que antes (y, por desgracia, de nuevo ahora) se hacía o se hace en nombre de los dioses.

Una peculiaridad de estos entes es que, pese a su enorme sapiencia, sufren todos de algún género de disfasia, lo que hace imprescindible la existencia de un cuerpo de intérpretes dedicado a descifrar sus crípticos y, a menudo, letales mensajes. Ante la sospecha de que tales mensajes pudieran ser falseados --ante la sospecha, incluso, de que tanto los mensajes como sus emisores pudieran ser pura invención-- se ideó en el ámbito de la política un instrumento llamado democracia. Gracias a él ya no hay que interpretar nada: basta con contar papeletas y aplicar luego a esa suma una regla matemática llamada «fórmula electoral», que transforma votos en escaños.

El tránsito del sufragio censitario (en el que solo unos cuantos electores --cualificados-- eran todavía capaces de identificar la voz del pueblo) al sufragio universal marca este arduo proceso por el que una «persona» devino, finalmente, todas las personas. No obstante, la vieja concepción organicista aún perdura entre nosotros y, de un modo especial, en nuestra clase política. Cuando escucho a alguno de sus representantes apelar a la «sabiduría del pueblo» (tan sacra e infalible como en los viejos tiempos), me invade un temor no muy distinto al que me inspira el trilero que agita los cubiletes: nunca sé qué es lo que hace exactamente, ni tampoco lo que oculta.

En la vida cotidiana se acepta deportivamente que todos nos equivocamos. «Quien tiene boca se equivoca», sentencia el refrán. Si esto es así, y si gracias a la democracia el pueblo no necesita ser concebido ya como un ente fantasmagórico sino como una agregación de personas reales, ¿por qué no admitir que entre todos podemos estar equivocados? La suma de muchos errores no genera una verdad, sino un error aún más grande. Verdad y aritmética no van necesariamente cogidos de la mano. En el plano cognoscitivo esto se puede demostrar mediante un ejemplo: hubo un tiempo en el que una sola persona, Nicolás Copérnico, supo que la tierra gira alrededor del sol, mientras que todas las demás estaban convencidas de lo contrario. Finalmente se demostró que era Copérnico quien decía la verdad. También en el plano axiológico --y la política es, entre otras cosas, plasmación de valores-- puede andar la mayoría equivocada. Cuando el político afirma en tono untuoso y reverencial que el pueblo nunca se equivoca, habría que ver qué es lo que esconde en la manga.

El título de este artículo solo sonará a proclama antidemocrática a aquel que siga hipostasiando el concepto de pueblo y olvide que el pueblo no es nada más -pero nada menos- que un conjunto de personas, y no ese Espíritu sobre el que peroraban Herder o Fichte. Lo verdaderamente antidemocrático sería decir que porque una minoría considere que el pueblo se ha equivocado, haya que desoír su mandato, como en la célebre boutade de Brecht de que, en caso de desacuerdo con el gobierno, este debería disolver al pueblo y elegir otro. En democracia hay que acatar la decisión que los electores --personas como usted y yo-- expresan en las urnas. Lo que no quiere decir que no pueda ni siquiera mentarse (so pena de ser acusado de fascista) la posibilidad de que el pueblo también se equivoque, y eleve al frente de la potencia más poderosa del mundo --es solo un ejemplo-- a una especie de sombrerero loco.

* Escritor