Justo antes de que empezara la campaña de las primarias socialistas publiqué en estas mismas páginas un artículo titulado «Lo que se juega el PSOE», en el que trataba de explicar como, más allá de personalismos, el partido se enfrentaba al reto de superar los paradigmas del pasado o, por el contrario, prorrogar unas estructuras y un modelo que poco sirven ya para el siglo XXI. El mismo día de su publicación recibí el mensaje de un militante socialista de nuestra ciudad que me felicitaba por él y que me decía que estaba totalmente de acuerdo conmigo pero que él no podía decirlo. Ese mensaje, con toda la carga antidemocrática que conllevaba de miedo y de sumisión, representa a la perfección las perversas dinámicas que el PSOE, muy especialmente en Andalucía, ha desarrollado durante las muchas décadas instalado en el poder y sin una alternativa capaz de hacerle sombra. El poder, no lo olvidemos, produce monstruos cuyo peligro es directamente proporcional a la mediocridad de quienes lo sustentan.

Como bien se ha explicado en la última semana, el hecho de que Susana Díaz recibiera menos votos que avales refleja exactamente las estructuras que han ido tejiendo a lo largo de las décadas una tupida red de clientelismos, débitos y complicidades. Una red que para mantenerse ha exigido la anulación de las individualistas, la negación de los espíritus críticos y la conversión del debate político en una especie de coro de esclavos que no han sabido más que repetir las consignas que les repetían desde la cúpula. Eso, lógicamente, ha provocado una huida de los espíritus libres y, lo que es peor, un progresivo alejamiento del pulso de la calle, de la compleja diversidad de una ciudadanía que sobre todo en los últimos años ha mostrado su insatisfacción con unos partidos y una clase política que ha estado más atenta a su propio ombligo que a las demandas sociales. En este modelo malsano de ejercicio de la representación han encontrado además un refugio ideal todas aquellas y todos aquellos a los que no se les conoce más trayectoria profesional que vivir del partido junto a quienes parecen encontrar en la vida pública el trayecto más facilón, y no sé si reconfortante, para alcanzar un status que por sus propios méritos difícilmente alcanzarían.

Por todo ello no es de extrañar que Córdoba haya sido uno de los principales bastiones del susanismo. Para entenderlo no hay más que hacer un rápido recorrido por los nombres de quienes llevan décadas controlando las riendas y de quienes, con frecuencia en una relativa sombra, son cómplices de la estructura y lógicamente prefieren callar antes que las palabras pongan en peligro ese lugar desde el que creen tener una pequeña cuota de poder y prestigio. No estaría mal que cruzáramos estas evidencias con las que desde hace mucho tiempo siguen marcando a esta provincia como la que presenta peores datos en todos los indicativos de desarrollo socioeconómico, como tampoco estaría de más reflexionar sobre de qué manera un modelo de partido que elude la transparencia, el pluralismo y la renovación de las élites ha tenido una determinada incidencia en que Andalucía, pese a los discursos triunfalistas, tengan muchos indicadores de los que avergonzarse.

La rebelión de la militancia el pasado domingo ha supuesto, entre otras muchas cosas, un levantamiento contra ese modelo anquilosado, heredero y continuador de un «pacto juramentado» entre (b)varones, generador de cobardías pagadas con favores y de alianzas que han limitado la política al estás conmigo o estás contra mí. El PSOE tiene pues ahora la oportunidad, tal vez la última, de superar esa perversa maquinaria y de recuperar el aliento de la izquierda. De lo contrario se condenará directamente a la irrelevancia y languidecerá penosamente en una Andalucía donde seguimos anestesiados por Juan Imedio, María del Monte y el paternalismo de quienes continúan empeñados en salvarnos desde los púlpitos.

* Profesor titular acreditado al Cuerpo de Catedráticos de Universidad de la UCO