Cuando tus hermanos tienen ocho y diez años más que tú, y eres la pequeña de la familia y todos a tu alrededor son adultos intentando hablar de cosas que, en principio, a una niña como tú no deberían de interesarle, aprendes a pasar desapercibida, valoras la discreción y la prudencia es tu mayor aliada. Cuando dejas de ser una niña en sobremesas de personas mayores y te conviertes en parte activa de lo que ocurre a tu alrededor, ya no tienes por qué ocultarte y camuflarte, tus dotes felinas y observadoras son virtudes pero no pura supervivencia. Pero es difícil renunciar a esa mirada y a la pasividad en las circunstancias. La vergüenza y el pudor adulto con los años se suman a la invisibilidad y ahí la tenemos, una mujer que a menudo no sabe cómo actuar en circunstancias puramente adultas, de las que quería participar hace unos años y que ahora le vienen grandes. La prudencia, la delicadeza, lo que siempre he considerado sentido común y buena educación pueden mantenerte al margen de las situaciones complicadas, en las que un exceso de pudor y respeto te alejan a años luz de los problemas de los demás. Los problemas de verdad, los que no tienen solución. Durante años fui incapaz de decirle a mi hermana que la quería, hasta que me di cuenta de que escribiendo las cosas me sentía mucho más segura.