El viernes pasado hemos celebrado la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. Con esta celebración intentamos acercarnos a la interioridad de Jesús, cómo era por dentro, qué albergaba en el fondo de su corazón. Pretendemos hacer presente en nuestra fe no solamente lo que hizo, sino además lo que llevaba dentro de su alma. Cuál era el proyecto de su vida.

Dice el evangelio que Jesús residió en Nazaret hasta su mayoría de edad. Fue entonces cuando, siguiendo a otros muchos judíos, fue atraído por la fama de Juan el Bautista y «saliendo de Nazaret» vino a donde estaba Juan en el Jordán, al sur, cerca de la desembocadura en el mar Muerto (Mr 1 9). Con ocasión de este viaje al Jordán, y de su encuentro con Juan, Jesús atraviesa una experiencia personal que determina definitivamente el futuro de su vida. No regresa a su ambiente familiar, sino que permanece una temporada en la soledad de aquellos parajes áridos del desierto de Judea, enfrentándose con su propia identidad, sometido a dudas y tensiones internas. Las palabras de Marcos son muy claras: «siendo tentado por Satanás» (Mr 1 13). De este periodo de reflexión y de encuentro consigo mismo sale transformado, habiendo clarificado su posición frente a valores fundamentales como son la felicidad personal buscada en la posesión de bienes materiales (tentación del pan), ante la utilización de la religión en beneficio propio (tentación del pináculo del Templo), ante los halagos del poder (tentación del monte) (Mt 4 1-11).

Cuando regresa de nuevo a Galilea, ya no volverá a residir con su familia en Nazaret. «Se retiró a Galilea y, dejando Nazaret, vino a residir en Cafarnaúm junto al mar» (Mt 4 13). La fijación de su residencia en Cafarnaúm tuvo una significación importante desde el punto de vista sociológico. Nazaret estaba alejada del lago y de las fronteras. Jesús escoge otro lugar más abierto. Cafarnaúm estaba a la orilla del lago. Había un destacamento romano, un puesto de aduanas. Por allá transitaban mercancías y personas. Frente al aislamiento de Nazaret, Cafarnaúm ofrecía un escenario humano mucho más variopinto. Se decía que en Nazaret no podría nunca emprenderse nada que mereciera la pena (Jn 1 46).

Una vez establecido en Cafarnaúm, Jesús pensó que sería bueno ir un día por Nazaret a ver a su gente. Se le invitó, el sábado en la sinagoga, a comentar la escritura. Jesús se había hecho ya famoso: la gente decía que sus intervenciones los sábados en las sinagogas representaban «una doctrina nueva expuesta con autoridad» (Mr 1 27), y este comentario se había extendido por toda la región de Galilea.

Una vez en la tribuna abrió el libro por una página del profeta Isaías, donde se habla del año jubilar. La institución del año jubilar en la legislación israelita era una norma rígidamente anticapitalista. Cada 50 años se deshacían todas las acumulaciones de propiedades rústicas y urbanas, y se redistribuía la propiedad de tierras y casas. Según la legislación del Levítico no se compraba la propiedad del suelo, sino el uso del suelo desde la fecha del contrato de compraventa hasta el próximo año jubilar. Así decía el Levítico: «Contarás siete semanas de años, siete veces siete años, de modo que el tiempo de las siete semanas de años vendrá a sumar 49 años. Declararéis santo el año 50, y proclamaréis en la tierra la liberación para todos sus habitantes. En este año jubilar recobraréis cada uno vuestra propiedad. Comprarás a tu prójimo según los años que siguen al jubileo, y según el número de los años de cosecha, él te fijará el precio de venta: a mayor número de años mayor precio cobrarás; cuantos menos años queden, tanto menor será tu precio, porque lo que él te vende es el número de cosechas» (Lev 25 8-17).

Esta original regulación de la propiedad del suelo tenía como finalidad que cada generación (de 50 en 50 años) se hiciese un reparto de la propiedad, impidiendo así la acumulación de capital. Era un estado permanente de reforma agraria, que retornaba cíclicamente cada 50 años. Esta legislación tuvo su origen en la necesidad de frenar el poderío de los terratenientes acaudalados. Isaías, allá por el siglo VIII a.C., había denunciado los abusos de la acumulación de las propiedades inmobiliarias en las manos de unos pocos ricos: «Ay de los que juntáis casa con casa, y anexionáis campo a campo hasta ocupar todo el sitio y quedaros solos en medio del país» (Is 5 8). La desigualdad económica resultante fue la que llevó al establecimiento del año jubilar: en adelante no se podría comprar o embargar la tierra misma, sino el uso de la tierra, las cosechas, hasta el próximo año jubilar, momento en que la redistribución reconduciría los patrimonios familiares a su situación original.

Jesús toma la institución del año jubilar como expresión simbólica de lo que él está anunciando: la liberación de los pobres, de los oprimidos. A lo largo de su vida, Jesús no volverá a tocar en concreto la reforma agraria, pero tendrá duras palabras para todos los que de alguna forma construyen su vida sobre las espaldas de los demás: sean los ricos, sean los doctores de la Ley, sean los sacerdotes del Templo. La verdad y la justicia, la misericordia y la tolerancia, van a ser los valores que anuncie una y otra vez, por eso «el pueblo le oía pendiente de sus labios» (Lc 19 48) y «se quedaban asombrados porque hablaba con autoridad» (Lc 4 32).

* Profesor jesuita