Existe un estereotipo, un modelo inmutable de españoles que, cuando pierden el litigio, o no se hace su voluntad, se dedican, enfurruñados, a provocar al adversario convirtiéndolo en enemigo. Tales conductas -muchas veces a extramuros de la ley- las hemos presenciado, en los últimos tiempos, protagonizadas por los dirigentes catalanes y los reaccionarios eternos, representados ahora por los criptofranquistas.

Provocar es buscar en otra persona, con palabras o acciones, una reacción de enojo, irritación o riña. Eso es lo que está sucediendo en Cataluña, donde, hasta los más obnubilados dirigentes de un sentimiento nacionalista secular, saben que, en estos momentos, están con menos posibilidades de alcanzar la independencia que en otros desafíos precedentes. .Amenazas que siempre han resultado fallidas, incluso en los tiempos decadentes de Felipe IV, cuando Portugal consiguió la separación definitiva.

Actualmente, el Estado español está mejor pertrechado que nunca para detener el empujón. Cuenta con el artículo 155 de la Constitución y con un derecho de veto para admitir nuevos miembros en la Unión Europea. Por eso, Puigdemont y sus huestes derivan la aventura imposible al terreno de la provocación que fractura gravemente la convivencia en el Principado. Un estado de cosas que, en el colmo de la provocación, llega a estallidos tan delirantes como prometer que en esta legislatura, autodeterminándose, contarán con una República propia.

Ahora bien, la provocación, como acaba de verificarse, no es privativa de cierta Cataluña, sino que, tal dijimos al principio, es un estereotipo hispano, como ha vuelto a demostrarse al sacar a nuestro dictador por antonomasia del monumento faraónico de Cualgamuros, con un ritual que, por lo visto en TV, y según observó un agudo tertuliano, parecía, en algunas secuencias, un filme de Berlanga,

La familia del difunto, con el solo objeto de mostrar su ira provocadora ha llamado, implícitamente, «profanadores de tumbas» al Tribunal Supremo que autorizó el cambio de domicilio funerario con todos los pronunciamientos favorables para llevarlo a efecto; acudió al acto, milimétricamente proyectado, con grabadoras y banderas preconstitucionales, cuya prohibición conocía; propició pintadas insultantes contra el cardenal arzobispo de Madrid; y aseguró con jactancia que el Tribunal que vela en Europa por la inviolabilidad de los derechos humanos, acabará dándole la razón a los deudos del dictador que hasta impedía la publicación de la declaración universal que los contiene. Cosas veredes Mío Cid que harán fablar a las piedras.

Todo lo sobredicho es una pura provocación -cuya mejor respuesta democrática es la firme serenidad- que tuvo la guinda ceremonial con la presencia del golpista Tejero. El que faltaba para completar el equipo. Allí apareció el ex teniente coronel -otro provocador constante y maestro de provocadores-, que hace semanas fue homenajeado, con almuerzo incluido, en un establecimiento público de la provincia de Málaga, sin que ni el PP ni Ciudadanos pusieran el grito en el cielo, como hacen con toda la razón del mundo, cuando los etarras asesinos son ensalzados en su pueblo al salir de la cárcel.

Ese no decir ni pío contra la exaltación de Tejero es un buen ejemplo de la doble moral que siempre profesó el reaccionarismo patrio, pues el liberticida que secuestró al Parlamento para acabar con la democracia es un delincuente. Por eso, fue condenado a privación de libertad con una pena tan larga como la impuesta a los terroristas vascos.

Qué paisanaje de provocadores y gentes incapaces de reconocer que poner la mirada en el futuro es perfectamente compatible con dignificar la democracia liberándola de cualquier lastre añejo.

* Escritor