El próximo viernes 6 de marzo se celebrará en la Facultad de Derecho de Córdoba una jornada que responde al título «El trabajo sexual a debate: ¿Reconocimiento de derechos, regulación o abolición?», y en la que participarán varias mujeres que se definen a sí mismas como trabajadoras sexuales. He debatido mucho con mis compañeras organizadoras el mismo concepto del que se parte como presupuesto para el debate, además de la composición escasamente plural de la mesa. He tratado de explicarles por qué para mí el título es perverso, porque entiendo que un trabajo como tal no puede abolirse, puede en todo caso regularse o prohibirse. Por el contrario, una práctica discriminatoria sí que puede y debe ser abolida. Ello no supone negar la voz de la mujeres prostituidas sino el presupuesto de partida según el cual poner tu cuerpo y sexualidad a disposición de los hombres, que hoy por hoy son los prostituyentes mayoritarios, deba ser entendido como un trabajo. Y creo que no puede serlo porque se trata de una relación en la que no se dan las condiciones mínimas de dignidad, equivalencia de posiciones y salvaguarda de derechos esenciales como la integridad física y moral. Y no me sirve el argumento de que hay otros trabajos igualmente denigrantes, que, por supuesto deberán ser sometidos a similar crítica, porque en ningún otro se pone al servicio de un hombre deseante una dimensión tan íntima como la sexualidad y en un contexto en el que, como todos sabemos, hay una de las partes, la que paga, que tiene el control y la otra, la que se ofrece, quien queda sometida. Pero es que, además, argumentar que la prostitución puede convertirse en una especie de contrato de prestación de servicios sexuales supone no tener en cuenta dos elementos esenciales.

El primero, su carácter de institución patriarcal, que se inserta en un marco de relaciones jerárquicas de género y que, a su vez, alimenta la trata de personas con fines de explotación sexual y uno de los negocios más millonarios del planeta. No quiere decir que toda prostitución suponga la existencia de trata, pero sí que ésta existe porque hay mujeres prostituidas y estas a su vez lo son porque hay hombres dispuestos a pagar por disfrutar de sus orificios. De esta manera, erramos si enfocamos el debate sobre lo que es todo un sistema prostitucional sin tener presente quiénes son los que principalmente se benefician de él, en cuanto empresarios del sexo, y sobre todo quiénes lo legitiman mediante su papel de sujetos prostituidores. Es curioso cómo en este tipo de debates, en los que no pongo en duda que haya que plantear qué pasa con los derechos de las mujeres prostituidas, algo que el abolicionismo no cuestiona, sino que lo sitúa como su eje principal, nunca se plantea una reflexión sobre por qué todavía hoy, en pleno siglo XXI los hombres se van de putas, incluidos cada vez más los jovencitos.

Pero es que, además, legitimar el sistema prostitucional supone desactivar buena parte, si no todas, las críticas que el feminismo lleva haciendo desde hace siglos a la explotación, cosificación y sexualización de las mujeres. Si amparamos la presunta libertad de una mujer para prostituirse, nos quedamos sin argumentos frente a todos los imaginarios y prácticas que la reducen a objeto. Por el contrario, le hacemos un flaco favor a las dinámicas neoliberales que tanto nos insisten en la libre elección y en la mercantilización de los cuerpos y los deseos. Y finalmente, no olvidemos que cuando el Derecho regula una realidad de alguna forma la legitima y le da valor, la reconoce como éticamente deseable. Es decir, consolida una determinada práctica que tanto me gustaría en la Universidad fuera analizada teniendo presente el sistema sexo/género que nos habita. Sin esa perspectiva, me temo que abrimos la puerta para que la UCO oferte en próximos cursos un posgrado de prestación de servicios sexuales, al que, supongo, animaremos a nuestras hijas a matricularse, ¿o no?

* Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba