Como pasa con muchos otros cordobeses que tienen la suerte de contar con ciertos privilegios en la vida, la llegada de la feria me empuja también a mí hacia otros lugares más tranquilos. Y desde la apabullante tranquilidad de La Pedriza, en la Sierra de Guadarrama, con una IPA en la mano izquierda, y mis gafas de sol en la derecha, contemplo Madrid, con todas sus turbulencias políticas, como cabeza dolorida de nuestra muy querida y no menos maltratada Piel de Toro; y también intuyo allá a lo lejos, Córdoba, ya no tan sola por obra y gracia de la Alta Velocidad Española. Absorto en esta silenciosa, pero fértil, tranquilidad, acaban por escapárseme algunas reflexiones sobre la vida, la memoria y el futuro:

Los seres vivos fundamentan su estrategia vital en ciertas expectativas creadas tras el conocimiento de la estructura de su entorno y de la ordenación en el tiempo de los sucesos que tienen lugar en él. La memoria es, por lo tanto, imprescindible para la vida. Ese mismo tipo de expectativas son las que sostienen las sociedades humanas (la sociedad cordobesa, sin ir más lejos). Cada mañana, al abrir los ojos, esperamos que la luz se encienda con solo pulsar un interruptor. Confiamos en que nuestro coche se ponga en marcha con un simple giro de la llave de arranque. O nos acercamos impacientes a la barra del bar con la idea de encontrar un ejemplar del CÓRDOBA todavía calentito junto a una tostada y un café. Nada de esto sería posible sin la memoria o, lo que es lo mismo, sin la cultura, que no es más que la memoria colectiva de una sociedad.

Por otra parte, la vida (contemplada como un complejo proceso) jamás habría llegado a generar la diversidad ni el grado de sofisticación que es posible descubrir en ella, sin ese algo de precariedad en sus mecanismos de autoperpetuación y sin la garantía de una muerte facilitada para los organismos envejecidos y obsoletos. Las civilizaciones humanas son un fenómeno de organización relativamente reciente en la historia natural. Tal vez sea ese el motivo por el que resulte difícil reconocer en las civilizaciones esos mismos mecanismos que les garantizarían una vida sostenida: cierta precariedad de la memoria histórica y una muerte facilitada para las culturas trasnochadas.

La civilización se estanca en sociedades que (como es el caso de la nuestra) rinden culto al pasado y lo recrean y recrean con una fidelidad espeluznante, esa misma fidelidad con la que los cordobeses reconstruimos unos arcos califales en dominios tan dispares e insospechados como un códice de pergamino o una página de hipertexto de la WWW o un tuit de Twitter o una instantánea de Instagram. El recambio de la memoria, que en la Naturaleza es un conflicto resuelto, es en el seno de las sociedades humanas un conflicto latente que está solo empezando a emerger con algunos casos esporádicos. Ahí están esos hijos que se arrogan el derecho a poder divorciarse de sus padres, o ciertos grupos de jóvenes desempleados que se atreven a cuestionar la sensatez de garantizar el futuro de las pensiones a cualquier precio. O la muy reveladora petición del Banco de España para que se haga una profunda reforma de las pensiones antes de que el votante medio envejezca y se resista a consentirla. Un electorado definitivamente más viejo terminará por ahogar el futuro y la esperanza de los jóvenes.

Este será uno de los grandes dilemas que habrán de resolverse, y no muy tarde, en este primer cuarto de siglo. Del mismo modo que a lo largo del siglo XX se planteó la resolución de la cuestión de los dominios de las libertades con las constituciones democráticas, y el control de la riqueza con los contratos sociales, en este mundo cada vez más acelerado hará falta plantear un nuevo tipo de contrato, una suerte de contrato intergeneracional proyectado en el tiempo, con objeto de resolver el derecho sobre algo todavía más importante: la propiedad del futuro.

* Profesor de la UCO