Dos intelectuales franceses son, a nuestro entender, los críticos más firmes, profundos y acerados de la posmodernidad: Tati y Lipovetsky. El primero, escribiendo, interpretando y dirigiendo filmes y el segundo dando a luz varios ensayos sugestivos. Curiosamente, ambos, aunque franceses al pie de la letra, hijos de padre ruso.

El cineasta Tati -apellido completo: Tatischeff- es un auténtico pionero, adalid, precursor -por eso, el reconocimiento pleno lo ha alcanzado tras la muerte- de una crítica social en imágenes perdurables que, dada su vigente pedagogía, destilando humor, deberían de exhibirlas más a menudo en TV. Nos referimos a Mi tío, Playtime y Autopista. En las tres películas Tati, encarnando a monsieur Hulot -personaje con cachimba, gabardina, paraguas y andares desacompasados-, hace uso de muchos caracteres del cine mudo, para sonreírse críticamente de una sociedad invadida por tecnologías inverosímiles que parecen obras de magia; producciones en cadena que recuerdan los Tiempos modernos de Chaplin; puertas y surtidores mecánicos; cojines neumáticos; lujos que riman con la pedantería, manjares sofisticados; músicas ensordecedoras; y, sobre todo, una multitud de automóviles que atascan, desfiguran y asesinan la placidez de la otrora pintoresca vida urbana.

Pocos meses después de morir Tati (1982) el joven profesor de la universidad de Grenoble Gilles Lipovetsky, activo partícipe en el mayo francés del 68, publica, con éxito mundial, La era del vacío, donde arremete contra el individualismo tajante que ha llegado a apoderarse incluso de muchos valores estéticos; el consumismo de delirio; la cultura convertida en industria capitalista para fomento del gregarismo; el tiempo de la transversalidad en el que, hasta las memeces, son transversales; el imperialismo de la moda galopante a lomos de una puñetera economía global; el hedonismo y el narcisismo y los decadentismos indomables... Múltiples cuestiones que se amplían en libros posteriores, cuyos contenidos están perfectamente compendiados en los títulos: El crepúsculo del deber, El lujo eterno, La sociedad de la decepción... Como puede apreciarse un catálogo de las características sobresalientes de la posmodernidad que hasta se manifiestan en esotéricas costumbres domésticas -vivir con serpientes de compañía- o, como anticipara Tati, en el mediático y encarecido mundo de la restauración que está llegando a extremos churriguerescos. Ahora, una tortilla de patatas deconstruida cuesta el precio cuadruplicado de la corriente, cuajada en los establecimientos madrileños de José Luís y considerada por los críticos la mejor del orbe tortillero. Y no digamos los filetitos de cola de iguana, macerados con leche de coco y cardamomo de Madagascar, acompañados por un puré de chumbos de Jalisco al perfume de trufa negra. Plato estrella, cumbre gastronómica que puede dejar tuertos a los comensales, pues degustarlo cuesta un ojo de la cara.

Vamos a concluir esta excursión crítica, que hemos hecho en la sabia compañía de Tati y Lipoivestsky, reiterando lo que escribimos en el título del artículo. La posmodernidad nos tiene, sobre todo al primer mundo, emparedados entre el progreso y la decadencia.

* Escritor