Que la calidad de un sistema educativo depende de la selección de los docentes es algo que debiéramos tener claro. Ni el aumento del gasto ni la implantación de nuevas tecnologías son lo decisivo. Por supuesto que tampoco unas leyes ideológicamente sesgadas ni la última teoría pedagógica de moda. La clave es que haya un cuerpo de docentes brillante y comprometido con la causa de la instrucción y la educación.

Sócrates fue un maestro excepcional, irrepetible. Parafraseando a Whitehead, toda la pedagogía no es sino una nota a pie de página de la obra de Platón. En este caso, una larga nota en el Menón, concretamente cuando Sócrates le enseña geometría a un esclavo. Lo importante de la enseñanza del ateniense es que no instruye a través de explicaciones sino que enhebra una retahíla de preguntas que van guiando al esclavo--ignorante hacia la verdad. «Problem-based learning (PBL)», dirían los hipster pedagógicos.

Por eso mismo sería un grave error tratar de emular las características peculiares que hacían que Sócrates fuese un «superhombre» pedagógico. Donde tenemos que poner el foco y todo nuestro esfuerzo es en aquellos que no han «nacido» profesores pero pueden aprender las habilidades necesarias para mejorar progresivamente en su labor docente.

La esencia de la educación y la instrucción no ha cambiado desde que filósofos y sofistas se enfrentaron a muerte por captar alumnos como si fuesen institutos públicos versus concertados: la ascensión en el conocimiento por parte del alumno con la ayuda del profesor. La clave de todo sistema educativo, por tanto, se basa en lo que se denomina el «capital humano» de los profesores: una combinación de excelencia científica y competencia pedagógica. Un gran profesor hace más inteligentes y mejores ciudadanos a sus alumnos pero un mal profesor los hace más idiotas y malvados de lo que ya vienen de fábrica.

Veinte años después de conseguir una plaza como docente en la enseñanza pública me he pasado al otro lado de la barrera para ser presidente de un tribunal de oposiciones. Para mí ha sido una puesta en práctica de la tesis tercera de Marx sobre Feuerbach: «El propio educador necesita ser educado». Se han producidos dos sustantivas mejoras en estos años. En el primer examen, además del desarrollo teórico de un tema se ha de llevar a cabo una parte «práctica». Pero es en la parte oral donde el cambio ha sido más relevante, ya que hay que desarrollar la programación de una asignatura y presentar una unidad didáctica. Se trata de evaluar la competencia para enseñar del candidato después de haber calibrado su conocimiento académico.

Aunque el sistema de evaluación de los futuros docentes ha progresado adecuadamente aún hay espacio para la mejora. En primer lugar, se podría realizar complementariamente un examen test tipo MIR. En segundo lugar, en la fase oral se deberían permitir preguntas por parte del tribunal para calibrar los intangibles psicológicos de los opositores. Además, en tercer lugar, se tendría que implementar un seguimiento por parte del tribunal de la fase de prácticas de los docentes aprobados, comprobando en el aula que llevan a cabo lo expuesto tanto en la programación como en la unidad didáctica.

La fase de oposición peca del mismo defecto que el sistema docente español tomado en su conjunto. Por un vicio heredado, las aulas españolas son compartimentos estancos donde no hay ni comunicación entre profesores ni evaluación del docente. Del mismo modo, durante el proceso de oposición apenas hay interacción entre candidatos y miembros del tribunal. Por otro lado, los que finalmente han conseguido algunas de las ansiadas plazas (desde aquí mi enhorabuena) las dan como seguras pero simplemente porque el sistema falla en el momento crucial: comprobar cómo aquellos que han superado una serie de pruebas «de laboratorio» son capaces de desarrollar su labor en un aula real, a través de una recolección de datos basada en la observación directa y la consultoría de un profesor «senior».

Sin que haya una retroalimentación entre profesores y alumnos, y sin un seguimiento exhaustivo de la labor docente durante toda la vida profesional, el sistema educativo español seguirá sin sacar todo el provecho a unos profesionales que podrían ser magníficos si tuvieran un buen sistema de incentivos. Porque la vocación es como la fe, un don. Pero donde no llega la dimensión vocacional, puede emerger la profesional.

* Profesor de Filosofía