Avanza la cuaresma, tiempo fuerte en la liturgia de la Iglesia como preparación para la Pascua. Tiempo de silencio interior, de reflexión personal, de conversión a Dios. En el evangelio de este cuarto domingo se proclama la parábola del hijo pródigo o quizás mejor la parábola del «padre bueno», una verdadera joya literaria. ¡Qué dificil es contar un mensaje con la sencillez y la profundidad con que lo hace Jesús al revelarnos el verdadero rostro de Dios! Pero es, sobre todo, una maravillosa afirmación de la bondad de Dios que sale siempre al encuentro del hombre. Charles Péguy escribía: «Esta parábola ha sido contada innumerables veces a innumerables hombres desde la primea vez que fue contada y, a menos de tener un corazón de piedra, ¿quién sería capaz de escucharla sin llorar? Desde hace miles de años viene haciendo llorar a innumerables hombres y ha tocado en el corazón del hombre un punto único, secreto, misterioso, inaccesible a los demás... Es célebre incluso entre los impíos, y ha encontrado en ellos un orificio de entrada y quizás es ella sola la que permanece clavada en el corazón del impío como un clavo de ternura». Preciosas las palabras de Péguy. ¡Qué consoladora es la imagen de Dios --en acción y no en teoría o conceptos-- que nos presenta Jesús! ¡Qué distinto es Dios de ciertas imágenes en las que hemos podido creer o en las que quizá hemos sido educados y que nos hacían ver un Dios frío, distante, duro, hasta inhumano! Creo que todos hemos tenido alguna vez la experiencia de ese encuentro con Dios al volver de nuestros inevitables caminos errados. Es maravilloso es bendito párrafo en el que con cinco brochazos se nos dice mucho mas de Dios que con muchas reflexiones teológicas. «Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio»: Dios nos sigue y nos sabe vislumbrar aunque estemos aún lejos, porque él siempre nos espera. «Se conmovió»: Sintió que sus entrañas se conmovían con el mismo cariño y esperanza con que una madre siente moverse el hijo de sus entrañas. «Echando a correr»: Dios toma la iniciativa y no solo se adelanta, echa a correr ante el que se acerca a Él. «Se le echó al cuello»: No para recriminarle, sino como se echan al cuello las personas que se aman después de una larga separación. «Y se puso a besarlo»: literalmente, «se lo comía a besos», no con un beso convencional y superficial, sino con el beso que brota de unas entrañas llenas de amor. Ese es Dios. Un Dios que siempre respeta nuestra libertad. Un Dios, del que decía tan acertadamente Tomás de Aquino: «No se siente ofendido por nosotros sino en la medida en que actuamos en contra de nuestro propio bien». Un Dios, al que podemos siempre volver, aunque en nuestra vuelta se mezclen la añoranza y la nostalgia de Él y el hastío de las algarrobas o de la vida vivida perdidamente. Tiene el hijo pródigo, tres hermosos destellos: primero, «entonces, recapacitó...», es el precursor de los ejercicios espirituales; segundo, toma una decisión con valentía, la luz entra en su alma; tercero, descubre al «Dios de los perdidos», al «Dios acogedor», en el abrazo de su padre. El cristiano cree en la elección de Dios. Creemos que la vida del ser humano inevitablemente pródiga, es demasiado rica para que sea un mero producto de un absurdo azar. En el fondo, está la elección de un Dios que no es ajeno a notros, sino que siempre nos espera, cuyo corazón se conmueve ante nosotros y que siempre besa y perdona nuestra vida inevitablemente pródiga.

* Sacerdote y periodista