Fácilmente llegamos a tener una imagen un tanto desvaída de la figura histórica de Jesús de Nazaret. Predomina, sin duda, en nuestra memoria el recuerdo de sus actos y de sus palabras: lo que podríamos llamar, Jesús en acción. Siempre realizando un determinado papel en una determinada escena. Recordamos mucho menos los momentos en que Jesús, sencillamente, no hace nada. Simplemente ve pasar el tiempo. Y, sin embargo, tales momentos también están reflejados en su historia: «venid vosotros solos a un sitio tranquilo, a descansar un poco. Porque eran tantos los que iban y venían, que no encontraban tiempo ni para comer. Se fueron en barca a un sitio tranquilo (Mr 6 31-32). En otras ocasiones es él solo quien se retira de la acción en público, buscando la soledad y el silencio.

Los grandes personajes aparecen en la historia como figuras humanas ya hechas y configuradas, como una escultura o un cuadro ya acabados y presentados en un museo. Pero todos tenemos una historia personal, interior, que no está compuesta de actos, de gestos, de palabras, sino de una actividad interna de reflexión, de meditación sobre los acontecimientos. También los grandes personajes han tenido este espacio vital, donde no han hecho nada importante, ni han dicho ninguna sabia sentencia, sino simplemente se han parado a pensar consigo mismos, a reflexionar sobre el sentido de las cosas, a dejar que la propia personalidad, en lugar de desgastarse en el roce de los agentes externos, adquiera profundidad en la contemplación a distancia de los acontecimientos, del universo y del Ser.

Jesús no escapa de este modelo general. Su historia ha dejado constancia de estos espacios vitales de soledad consigo mismo. Su actitud ante la Ley, ante el culto, ante la misericordia y la justicia, ante los débiles y los poderosos, ante las grandes opciones que él tiene que tomar --lo que él llama «la voluntad del Padre»-- se va fraguando en estos momentos de silencio circundante.

Creo que comúnmente entendemos eso que llamamos la «fe», con excesiva superficialidad. Como la aceptación de unos cuantos enunciados intelectuales, que han sido ya standardizados y normalizados en el «credo». Aunque no sepamos cuál es exactamente el alcance de tales enunciados, y sobre todo, aun cuando tales enunciados no pasen de ser un entrelazado de afirmaciones encadenadas entre sí por una cierta lógica que llamamos «sobrenatural», sin mayor comprobación histórica. Nos consideramos creyentes en la medida en que las aceptamos cpmo expresión de la naturaleza y personalidad de Dios..

Pero ni esa fue la fe de Jesús, ni esa es la fe a la que él se refería cuando se dirigía a los discípulos. Jesús nos habla de la fe como de una confianza, de una seguridad interior en la solidez de algo exterior a nosotros, que es indestructible, aun cuando la experiencia histórica lo constate como débil. Ante el fenómeno de la tempestad, ante el fenómeno de la enfermedad, ante el fenómeno del hambre, ante el fenómeno de la muerte, Jesús siempre intenta convencernos de que el poder de tales fenómenos para avasallar al hombre no es absoluto. El poder de Dios es más fuerte que el de todos ellos.

Por el contrario valores tales como la verdad, la justicia, la igualdad de los hombres, la libertad, son superiores a cualquier otro valor mundano, aun cuando su realización histórica sea débil, porque «la debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza de los hombres» (1Cor 1 25). Este es el proceso de la fe en el cual estuvo involucrado Jesús, en el cual estamos involucrados los creyentes, proceso en el que no podemos evolucionar sin esa profundización interior que se alimenta del silencio, de la soledad y de la meditación.H

* Profesor jesuita