En 1978, con seis años, fui a la Escuela. No llegué puntual, vamos, llegué tarde, como me sigue pasando pero también al contrario. Nunca me gustaron las convencionales mediciones del tiempo porque mi alma me dice que los relojes de verdad no existen. Nada más entrar, vi a una niña castaña y de pestañas puntiagudas que como flechas antiguas se lanzaron a mi corazón. Recuerdo un viernes maravilloso de esos de la niñez, cuando al finalizar clase nos poníamos en pie para rezar, que me puse el cuaderno en la cabeza y ella hizo lo mismo; además cruzamos las miradas. El que rezara como yo y me mirara de reojo, fue la flecha definitiva. Al día siguiente, después de que el telediario diera la noticia de que había muerto mi ídolo de entonces, el pistolero John Wayne, pregunté a mi padre qué era la muerte y me contestó que era que al héroe de Río Bravo le había superado el tiempo y ya no podría pegar más tiros. Aquello me dejó estupefacto. Me dije que el maldito tiempo no solo no sabemos cómo desenfunda, sino que, al final, es el pistolero más rápido. Después echaron una película preciosa de una muchacha que toda la Universidad se enamoraba de ella y cuando terminó, concluí que en el enamoramiento no hay que respetar los horarios del traidor tiempo. Y así fue como no quise esperar al lunes. Me bajé a la calle para a ir a la casa de la abuela, donde la niña pasaba los sábados. Le escribí una carta donde reproducía la canción de aquella famosa película: «Margarita se llama mi amor, una chica, chica, chica pum, del calibre 183». Echaría la carta por debajo de la puerta, tocaría y saldría corriendo. Fui caminado hacia su calle tan seguro como John Wayne pues siempre he sido una persona indecisa salvo en estos menesteres. Pero me llevé una desagradable sorpresa: en la plazoleta de la nena ya estaban muchos niños de la clase que después de la película habían tenido mi necesidad. Así que cada uno echó su cartita con la misma frase. Creo que repetimos y es curioso, pero nunca rivalizamos quizá porque nunca mostró interés por ninguno; solo de sus sobresalientes. ¡Qué bonita era cuando iba con su jersey verde botella de cuello alto y sus pantalones marrones de pana! ¡Como meneaba el culillo al caminar! Llegó el verano y me lo pasé esperando el nuevo curso. Me asomaba a mi ventana que estaba en la séptima planta y veía su cara entre las nubes (por supuesto con el jersey verde botella). Llegó septiembre y lo primero que hice al entrar a Segundo fue preguntar por ella porque no la vi en la primera mirada general que hice al aula. Entonces, uno de tantos como yo, me soltó una de las frases más decepcionantes que he escuchado en mi vida: la abuela la ha cambiado a un colegio de monjas.

* Abogado