El próximo 1 de noviembre hará 30 años del primer naufragio de jóvenes inmigrantes. Una patera con 23 inmigrantes marroquíes a bordo naufragó en la playa de Los Lances, frente a Tarifa. Cinco de ellos lograron sobrevivir, los 18 restantes murieron ahogados. Treinta años después, cualquier suceso similar no supone ninguna sorpresa. La tragedia de la inmigración se ha convertido en algo desgraciadamente cotidiano y la calle más transitada del mundo, el Mediterráneo, en un inmenso cementerio.

Hace siete años que la primavera árabe quedó frustrada por los viles intereses económicos, políticos y religiosos. Lo que podría haberse convertido en un paso histórico de indudables beneficios para todo el mundo, se convirtió en una inmensa ratonera para millones de vidas humanas, muchas de ellas desplazadas y hacinadas en inhumanos campos de refugiados, topándose con las férreas puertas del mundo civilizado, el mismo mundo que hace quince años causó la guerra de Irak, bajo la falsa amenaza de las armas de destrucción masiva, retransmitida en directo por las televisiones de todo el mundo.

Podríamos seguir sumando dolorosos aniversarios de aniquilamiento humano. Podríamos seguir narrando cómo miles y miles de primaveras fueron truncadas de raíz como un mal que corroe la humanidad: la guerra, la explotación, el empobrecimiento, el desprecio y el fascismo provoca la destrucción de la vida y de la naturaleza.

¿Cuántas barreras tendremos que eliminar? ¿Cuántos muros tendremos que tirar? ¿Cuántas leyes tendremos que derogar? ¿Cuántas conciencias tendremos que cambiar? Las barreras, los muros, las leyes injustas y opresoras, las envenenadas conciencias que hacen malograr a la gente han matado a millones de seres humanos en estas últimas tres décadas. ¿Cuántas muertes en nombre de la mala fe? ¿Cuánto sufrimiento a causa de un capitalismo salvaje que devora los recursos de las tierras más ricas del planeta, mientras a escasos metros ve morir a niños de hambre, sed y enfermedades?

Los que estamos en esta parte del mundo tenemos una mirada miope. Se nos remueven las entrañas cuando nos tocan lo nuestro: mi hijo/a, mi familia de sangre, las personas que profesan mi misma fe, las que piensan como yo, las que enarbolan la misma bandera. Yo, yo, yo. Lo mío frente a lo otro. ¿Cuántos profetas necesitaremos para darnos cuenta de que este no es el camino de la felicidad, de la humanidad? Jesús de Nazaret o Gandhi se toparon con el muro de la religión y los mataron, andaluces como Mariana Pineda y Blas Infante se toparon con el muro de la represión y los mataron, miles de mujeres se topan con el brutal muro del machismo y las matan, Luther King y Olof Palme se toparon con el muro de la política intransigente e inhumana y los mataron...

Se me encoge el corazón con las malas hierbas que envenenan y manipulan las conciencias con políticas que dividen, empobrecen, excluyen y rechazan. Se me encoge el corazón con toda religión que condena y culpabiliza, sembrando el mundo de pequeños dioses irreconciliables que atentan contra la fraternidad universal. La religión única y verdadera es el amor con mayúscula. Que las campanas de las iglesias y las voces de los almuédanos llamen al encuentro, que los cirios encendidos de cualquier templo u hogar iluminen el camino de la humanidad, que las flores inunden de aroma cualquier rincón del mundo, que los símbolos nos conciten los mejores sentimientos.

¡Sigamos apostando por otra humanidad!

* Profesor