Este año, la primavera en los patios no va a tener quién la disfrute. Se viste de flores, cual novia para subir al altar, solo para recordarnos que ahí fuera la vida sigue, y que todo lo que antes nos parecía nimio, ahora se convierte en vital. Una rosa a punto de abrir, el aroma a azahar impregnando el aire, un soplo de brisa en la cara, el beso de un niño, los abrazos de los nuestros, una comida al aire libre, el susurro de amor de quien duerme a nuestro lado... Todo aquello que incorporábamos al tráfago del día a día de forma mecánica, dándolo por hecho y sin pararnos a saborearlo, en estos momentos es motivo de nostalgia y melancolía, añade frustración a la condena. Obvia recordar que el ser humano solo aprende a apreciar lo que tiene cuando un mal viento se lo lleva, pero el viejo proverbio parece acuñado para lo que estamos viviendo. De pronto hemos descubierto las terrazas de nuestros edificios, a las que en el mejor de los casos solo subíamos para tender la ropa; han desaparecido las prisas, frenando en seco a muchos que habrán de enfrentar sin remedio el espejo y soportarse veinticuatro horas sobre veinticuatro; intuimos que nuestros hijos son más felices cuando nos tienen a su lado aunque no salgan al parque; llamamos a la familia y hacemos repaso de amigos, cada vez más conscientes de que una y otros son lo mejor que tenemos; empiezan a sobrarnos cosas, y nos damos cuenta de que para vivir hace falta muy poco: en realidad, asegurado lo básico, solo respirar. Cuestiones todas de enorme trascendencia que no deberían caer en saco roto, ni ser marginadas como fútiles ejercicios de sensiblería cuando la tormenta pase, porque el mundo al que volveremos quién sabe cuándo no será ya el mismo, o no debería serlo, si logramos entender lo que de oportunidad única tiene esta crisis terrible. Saldremos de nuestras madrigueras vapuleados física y psicológicamente, melenudos, desgreñados, más gordos y casi albinos, pero muy por encima de los aspectos formales, siempre subsanables, tendríamos que hacerlo más maduros, sensatos, solidarios y sabios, como cuando después de sufrir una dura enfermedad se aprende a relativizar las cosas, a dimensionarlas en su medida justa y a corregir sesgos y yerros. Conseguirlo lleva siempre aparejado un cambio radical y definitivo en la actitud ante la vida, uno mismo y los otros, nos hace mejores.

Más allá, pues, de añorar la primavera, la playa, la montaña, un paseo por las nubes, las cañas de mediodía o el perol en Los Villares, es momento también para la reflexión, la autocrítica y los balances. ¿Realmente somos quienes queremos ser? ¿Nos mostramos siempre igual de atentos con familiares y amigos? ¿Ejercemos activamente como ciudadanos responsables, dotados de derechos, pero también de deberes? ¿Sabremos adoptar la posición justa a la hora de exigir responsabilidades cuando la pesadilla termine, o seguiremos dejándonos llevar por populismos planfetarios, demagogias y brindis al sol? No olviden que somos mortales; y que esto que nos va a dejar maltrechos y en la miseria puede volver en solo unos meses. Aprendamos, pues, de nuestros errores, preparémonos, y tomemos desde el primer minuto las medidas que correspondan, sin concesiones políticas estúpidas, llamadas a la calma homicidas, o miedo a tener miedo. Como siempre, la mayor parte de la población ha sabido estar muy por encima de sus políticos, pero lo ideal sería que nuestros políticos, aparte de ejemplares, supieran ir por delante. Por eso, si estos no valen, habrá que buscar otros.

Quiero además sumarme públicamente al homenaje que cada día reciben nuestros sanitarios, primera línea de esta guerra biológica que nos diezma, por su generosa profesionalidad, su arrojo y su decoro, muy por encima también ellos -como farmacéuticos, transportistas, ejército, cuerpos de seguridad y tantos otros- de las circunstancias y los medios de que disponen. Finalmente, un recuerdo emocionado de ánimo, consuelo y coraje a nuestros ancianos, convertidos en carne de cañón, víctimas inocentes de una debacle que ha venido a añadir crueldad y crudeza a sus muchas tribulaciones. Son tantas las pérdidas, que nuestra sociedad corre el riesgo serio de quedar descabezada justo cuando más necesitados estamos del criterio de autoridad, de la sabiduría que dan los años. Tal vez, si en lugar de arrinconarlos como apestados les permitiéramos mantener un papel activo entre nosotros, ser como siempre han sido consejeros, mentores y guías, nos habríamos ahorrado mucho del sufrimiento vivido. «El tiempo lo creamos nosotros viviendo, esperando, avanzando. Si uno dimite de la vida, el tiempo ya no existe. El tiempo es nuestra impaciencia. Sin impaciencia, las esferas se paran y el mundo descubre su inanidad de chisme inútil, de trasto viejo, de cosa caída... El Tiempo sin hombre se queda en meteorología» (F. Umbral). ¡Salud!

* Catedrático de Arqueología de la Universidad de Córdoba