La tocata y fuga de Puigdemont ha devuelto al independentismo a su escenario real. Nadie ha hecho más por definir un perfil propio como Puigdemont, empeñado en enarbolar su imagen pública de protomártir romántico mientras contrata para su defensa a Paul Bekaert, el abogado de etarras que prefiere llamarlos «activistas vascos». Todo el mundo tiene derecho a una defensa en un proceso justo, sobre todo si te acusan de la comisión de varios delitos gravísimos contra el Estado y la Constitución: o sea, la gente. Frente a la mentalidad chapucera y tramposa que trata de cubrir a Puigdemont y sus exconsellers con el laurel glorioso de los perseguidos políticos, Puigdemont escoge a un abogado especializado en defender a etarras. Así se califica y recupera un espacio que no admite matices. Uno de los principales problemas padecidos con la serpiente sinuosa del independentismo, como una digestión interminable que está poniendo en jaque a nuestro castigado organismo, es el mareo conceptual continuo en el arabesco de lo sutil, con unas disquisiciones bizantinas sobre una letra pequeña que nos deja miopes ante lo que se nos cae encima, que promete ser gordo. Es una estrategia de confusión, de paliza diaria y de mareo, una especie de resaca permanente por una fiesta a la que no hemos sido invitados, donde no hemos tomado ni una copa, y que ha consistido en expulsarnos antes de llegar. Hay mucha gente que está en eso: en el rizo ideológico, en la excepción histórica frente al peso jurídico, en la conveniencia y el diálogo con el golpe de Estado. El problema sigue siendo la otra mitad de Cataluña: su situación desmiente esta palabrería, esta falsedad, esta cordillera de mentiras como un folletín sin nervio propio. Porque ni siquiera la bandera de la libertad, los derechos humanos y la democracia, extendida torticeramente sobre nuestras zarandeadas cabezas, logra silenciar la realidad.

Hay un diletantismo político que consiste en ignorar el peligro más grave, el que nos puede incendiar como sociedad y momento, mientras se pierde en unos laberintos de filosofía jurídica que están más cerca de acabar en túneles cegados. En España no hay presos políticos desde la ley de amnistía. No fue un preso político Tejero, no lo han sido ninguno de los etarras condenados, no lo ha sido Otegi y no lo son Junqueras ni los demás exconsellers. En España los jueces pueden equivocarse. Pueden hasta prevaricar y ser acusados por ello. Pero la naturaleza de los delitos que juzgan no es de índole política, sino penal. Como cualquier jurista de medio pelo sabe o debería saber, en España no puedes ser juzgado por tus opiniones. Pero sí por asesinar en nombre de una idea o por levantar a media población contra la otra media, como ha ocurrido en Cataluña, para después pirarte hasta Bruselas y defender tu derecho a un noble exilio.

El uso torticero de la red habitual de palabras no es sólo un insulto a la inteligencia, sino una indignidad contra lo que representan y han representado. Presos políticos hay en Venezuela, Corea del Norte y China. Presos políticos ha habido y sigue habiendo en Cuba. Es posible que frente al delirio actual, con el perfil victimista que busca el independentismo, el ingreso en prisión incondicional de Junqueras y los siete exconsellers que no han salido corriendo sea un favor servido en bandeja de plata. Pero el Estado de Derecho no puede abandonarse a la conveniencia política, ni el delito de sedición saldarse sólo con una multa. Desde un punto de vista jurídico son golpistas, y también terroristas de la paz civil, con un cuerpo sangrante y metafórico sobre la mesa.

Pero desde un punto de vista moral, desde una mirada ética no de «buenas personas», como diría Junqueras, sino de hombres y mujeres con su seriedad en la vida, si después de las elecciones de 2015, a las que das un carácter plebiscitario, más de la mitad de los votantes se inclinan por partidos contrarios a la independencia, ya está: habéis perdido, son más los que prefieren seguir siendo españoles. Pues no: amparados en la ley electoral, a través de un fraude de ley in pectore, se adueñan de la mayoría parlamentaria legal para atribuirse una falsa mayoría social y pasar por encima de media población. Ahora Puigdemont escapa de sí mismo, de esta cacerolada mantenida mientras quemaba la convivencia. Dejemos la ficción romántica a la literatura. No hay Gobierno en el exilio y no son presos políticos, sino delincuentes comunes con más vocación que talento para el espectáculo.

* Escritor