Sin duda, Juan es el más filósofo de los evangelistas. Mientras que Marcos es un narrador escueto, o Mateo se extiende a ciertas interpretaciones del Antiguo Testamento, Juan utiliza palabras y conceptos que tienen bastante conexión con la filosofía: la Palabra que existe antes que todo, la Luz que ilumina el mundo, la Vida que recibe el creyente. Todos estos conceptos aislados de su contexto filosófico, resultan un tanto extraños. Hay que reconocerlo. Cuando Juan pone en labios de Jesús palabras como éstas, «el que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él» (Jn 6 56), ¿qué quiere decir exactamente? Desprovistos de un lenguaje y de una filosofía, resulta difícil explicarlo.

En toda hipótesis la interconexión vital con Jesús es una constante teológica que se repite de variadas formas a lo largo de todo el Nuevo Testamento. Unas veces es con el símil de la vid y los sarmientos (Jn 15); en otras ocasiones, Pablo usa el símil del cuerpo humano (1Cor 12), o del Espíritu (= aire) que está dentro de nosotros (Rom 8). ¿Hemos de dar a estas expresiones su sentido físico o biológico? Parece que no. ¿Hemos de reducirlas a una mera coincidencia de intenciones del creyente con Jesús, a una especie de simpatía mental entre Jesús y los creyentes? Entiendo que sería un reduccionismo positivista. ¿Puede concebirse la presencia de una persona en otra, que sea algo más que un recuerdo imaginativo, pero sin pretender afirmar la superposición de los tejidos y las células?

No cabe duda que las expresiones y la terminología que se han utilizado a lo largo de la historia para comunicar los contenidos de la teología han dependido en cada momento, de la filosofía imperante. Inicialmente predominó la terminología neoplatónica, asumida por San Agustín. Posteriormente Tomás de Aquino constituyó una auténtica revolución teológica --mal vista por muchos contemporáneos-- desplazándose hacia una terminología y a un contexto filosófico de procedencia aristotélica. La revolución humanista del Renacimiento, el positivismo científico del siglo XVIII, el giro copernicano de la teoría del conocimiento del idealismo del siglo XIX. Todas estas influencias cruzadas en nuestra mente y en nuestro lenguaje, ¿de qué forma condicionan el significado que podemos hacer de los contenidos de la teología?

Cuando hablamos del Espíritu de Cristo que habita en nosotros, un positivista científico pretenderá que perseguimos una entelequia, un idealista influido por Kant dirá que es una creación subjetiva de nuestra mente, un marxista nos acusará de desviar la atención de los auténticos problemas de las clases oprimidas, y de calmar su espíritu de lucha por una nueva sociedad donde se implante la justicia universal.

Evidentemente hay un problema de lenguaje, hay un problema de filosofía comúnmente aceptada, que haga posible la comprensión. Jesús pretendió`decir algo cuando afirmaba que habitaría en el creyente: algo más que un mero recuerdo en la memoria, algo menos que una duplicidad fisiológica de los tejidos. Una presencia espiritual.

La comprensión de estas palabras está condicionada por la comprensión que tengamos del «ser». ¿Existe sólo lo material? ¿El Espíritu pertenece también al ámbito del «ser»? La explicación que se puede dar de la existencia del espíritu, dependerá de las distintas culturas, de las distintas filosofías. El evangelio no está vinculado a una u otra filosofía, a una u otra cultura, a uno u otro lenguaje. Ciertamente presupone que lo real no se agota en la materia, sino que comprende también el espíritu, y ello es un dato que no se contradice con los avances de la ciencia positiva, ni con el análisis marxista de los intereses de clase, ni con la crítica kantiana del conocimiento. Existe la materia, existe también el espíritu. El espíritu de Jesús está dentro de nosotros.

* Profesor jesuita