En la trastienda, los más precavidos se preguntan qué puede pasar en Cataluña en el espacio de tiempo que va del sábado 21 de octubre, en el que el Consejo de Ministros anuncia que pondrá en marcha el artículo 155 de la Constitución (intervención de la autonomía) y el 30 o 31 de este mismo mes, días en los que se apunta que el pleno del Senado convalide el procedimiento. Porque en el plazo de ocho o diez días, las autoridades catalanas amotinadas pueden realizar cualquier atropello como vienen demostrando sobradamente en las últimas semanas.

Una vez autoproclamada la independencia de la República de Cataluña tras abrir el Gobierno el proceso del 155, bien se podrían creer con «autoridad legítima», pongamos por caso para tomar, incluso por la fuerza, las escasas dependencias que el Estado gestiona en aquel territorio: el aeropuerto del Prat, o el puerto de Barcelona, las oficinas de la Seguridad Social o incluso sellar la mismísima sede de la Delegación del Gobierno en Barcelona. Con una fuerza de 17.000 hombres (mossos) a su disposición, un gobierno en rebeldía y en creciente actitud venal puede acometer «de forma pacífica» cualquier atropello.

Porque «la atrocidad» cometida por el Estado al intervenir la Generalitat será causa suficiente --acaso la mayor posible-- para imprimir una nueva marcha, más determinada aún, al procés. Entonces la rebelión independentista ya no estaría en la agenda informal -ese punto del orden del día no escrito del Consejo Europeo-- sino que se encarama hasta las primeras líneas del folio donde Bruselas anota los problemas reales. Es cierto que la Europa comunitaria casi en bloque (algunos albergan dudas de que Rajoy pueda encauzar el problema) rechazan la locura segregacionista, pero ya hay poderosos que se desmarcan públicamente, como Putin.

En escasísimas semanas, España, Europa y la comunidad política y económica internacionales han podido confirmar que la fumarola separatista catalana guardaba en su barriga un auténtico volcán, y ahora esperan que el gobierno de España lo sofoque cuanto antes. Pero, ¿podrá? Porque su gestión del 1-O no alberga grandes esperanzas y la gran presión política, económica y aún mediática que imprime en los últimos días no indica que los amotinados se estén arrugando, sino todo lo contrario: se advierte un aceramiento de sus posiciones y su cerebro estratégico, despliegue logístico y de propaganda continúan actuando de manera eficacísima.

El nuevo escenario que supone la intervención por el Estado de la autonomía catalana produce en el Gobierno un vértigo desconocido, algo así como si se adentra en la mar océana con cartas náuticas no confirmadas y con todas las dudas sobre los materiales precisos con los que han de pertrecharse para una intervención convincente y eficaz. Esas dudas lógicas son interpretadas en Barcelona como una bendita indecisión.

Madrid duda entre una intervención decidida y seca que, apoyada en disposiciones legales determinantes, intervenga a los mossos de escuadra y los órganos de gobierno claves de la comunidad autónoma: Presidencia, Hacienda, Comunicaciones…, y una intervención más medida que produzca menores impactos públicos. Aunque quizás, a la postre, pudiera ser Bruselas la que inspire el ritmo e intensidad de la actuación de Madrid, y también los efectos de una economía catalana que se degrada por días (y también el resto de España) anime a un Gobierno más audaz.

Porque no estamos ante una larga carrera ciclista que se decide por etapas, como tanto gusta a nuestro presidente, sino en una partida de ajedrez con tiempos tasados donde no se admiten tablas. Todo menos que el tiempo nos pudra a todos: una nación varada sin otro objetivo que no ir a peor.H

* Periodista