Tuve el privilegio de conocer a Javier Martín Rodríguez en El Cairo, allá por 2006. Había acudido a la megalópolis egipcia para impartir una conferencia en el Instituto Cervantes con motivo del IV Festival Internacional del Día de los Muertos, que conmemoraba la fiesta de difuntos en un marco multicultural, y él desempeñaba entonces, con la máxima brillantez, la corresponsalía de la Agencia Efe en la ciudad de los faraones. Compartí con Javier --al que llegué a través de Lola Ruiz, una cordobesa casada en Egipto que ha hecho de aquel país su segunda patria-- una comida en uno de los restaurantes-barco que flotan sobre el Nilo: quería hacerle algunas preguntas en relación con la última novela que estaba escribiendo, un trabajo muy comprometido sobre las fronteras morales que nunca ha llegado a ver la luz. Acudí a él como experto en el mundo árabe, un tanto deslumbrado, debo reconocerlo, por el romanticismo casi cinematográfico de su figura, y me encontré a un intelectual, a un periodista comprometido y amante de su trabajo que supo mostrarme el mundo a través de otros ojos y darme certeramente y sin esfuerzo la orientación que necesitaba. Allí se fraguó una amistad que hemos alimentado a través del tiempo y la distancia mediante contactos ocasionales por correo electrónico, el seguimiento de su obra, y largos paseos por Córdoba cada vez que nos ha visitado. Ahora, acaba de ser galardonado con el Premio Julio Anguita Parrado de este año, y mi alegría ha sido infinita: de hecho, si algo hace grande a este premio es que pueda ser concedido a figuras como Javier. Conozco su trayectoria desde hace años, y me constan su entrega sin límites, su solidez impecable, su ética inconmovible, su vocación a prueba de sobresaltos, su generosidad sin medida, su defensa a ultranza y sin miedo de los derechos humanos, su compromiso con la cultura. Por eso, me siento profundamente orgulloso de que Córdoba haya sabido verlo, y aún más de contar con su amistad. Estoy convencido de que si la muerte no le hubiera sorprendido de forma tan injusta como traumática, Julio Anguita Parrado habría llegado a tener un perfil muy similar al de Javier. Él también se ufanaría del colega que en esta ocasión viene a completar el prestigioso palmarés del galardón que lleva su nombre.

Salmantino, nacido en 1972, Javier Martín empezó precisamente como corresponsal de Efe en El Cairo en 1998, después de trabajar varios años como profesional independiente. Pronto empezó a destacar por su elevado concepto del periodismo, la calidad de sus textos, su profunda perspicacia, el trabajo in situ y sus fuentes de primera mano; ha plasmado de hecho su conocimiento de la complejísima realidad de Oriente Próximo y Medio en tres libros, que hoy son cita obligada sobre el tema: Hizbulá, el brazo armado de Dios (2006), Sunníes y Chiíes, los dos brazos de Alá (2008), y Estado islámico, geopolítica del caos (2015). Experiencia le sobra para haber sabido reflejar en ellos un universo tan desconocido como atractivo y desazonante para Occidente; y es que, entre otros muchos logros de su dilatado y denso curriculum, ha cubierto como corresponsal las últimas guerras de Irak (2003), Líbano (2006), Libia (desde 2011), Siria (2012) y Gaza (2014), el terremoto de Pakistán (2008), o la Revolución Verde de Irán (2009). Es, pues, un reportero de raza, intrépido, solvente y vocacional hasta la médula. Los detalles de su amplísima trayectoria se han hecho públicos con el fallo del jurado, por lo que no voy a insistir en ellos, pero sí quiero destacar las razones en las que se ha fundamentado la concesión del premio: básicamente, por ser un referente del periodismo internacional, así como por «su compromiso con el rigor y la veracidad, su pasión por el oficio y su capacidad de analizar realidades complejas», buena parte de ello desde la «invisibilidad» que dan las agencias de prensa, siempre desde el terreno y la más profunda solidez. Javier Martín ha sabido trascender el anonimato derivado de ello y, con base siempre en su capacidad de análisis, sus dotes de observación y de persuasión, sus habilidades diplomáticas a la hora de acceder a determinados ambientes o personajes, su credibilidad profesional y personal, sus conocimientos del árabe y del hebreo, su intuición, su dominio de las nuevas tecnologías, su sentido incontrovertible de la deontología, sus agallas y, por qué no, su simpatía personal, ponerlo todo al servicio de su trabajo como reportero, fotógrafo, camarógrafo y ensayista, de reconocimiento internacional. Córdoba, pues, se vestirá de gala el día que acuda de nuevo a ella para recoger tan prestigiosa distinción.

* Catedrático de Arqueología de la UCO