Salía por la mañana camino del trabajo cuando tuve la desgracia de comprobar horrorizado el asesinato, porque no se puede llamar de otra forma, de un precioso árbol, un níspero, que hace muchos años floreció bajo mis ventanas. No recuerdo cómo apareció, pero fue creciendo y cada primavera florecía y se engalanaba del dorado y fugaz fruto.

Algún desalmado de mente estrecha, aprovechando la nocturnidad, cercenó el delgado tronco. En un primer momento pensé que había sido víctima de un acto vandálico vulgar a los que por desgracia nos tienen tan acostumbrados, pero al acercarme pude comprobar que el corte era limpio, producto de una sierra o instrumento similar, algo premeditado ¿A quién podía hacer daño? No estorbaba, era bonito, una curiosidad en un jardín de barrio. Pero siempre, por desgracia, hay alguien a quien le estorban las cosas bellas. Algún cobarde que en plena madrugada acabó en segundos con lo que tardó años en crecer, alguien, quizás, a quien le estropeaba las vistas. Mientras, en el lugar que ocupaba el precioso níspero, crece un estercolero alimentado por residuos que otros convecinos incívicos arrojan por sus ventanas. Tenemos lo que nos merecemos...