Sobre el mundo de las emociones, creencias o supersticiones frente al de los hechos, comprobables por supuesto. Ese es el significado de la palabra del año que ya se va para el Diccionario Oxford: la «posverdad».

En realidad, el término como tal no es tan novedoso, tiene casi 25 años, pero ha ocupado el centro del escenario anglosajón para explicar sus dos fenómenos políticos más relevantes de 2016: el brexit y la imprevista victoria de Donald Trump.

Así, en este mundo de posverdad, por ejemplo, ha dado igual que la mayoría de los políticos y medios de comunicación británicos favorables al brexit mintieran con descaro impune y lo reconocieran después, de una u otra manera y en una confesión ridículamente escandalosa. Mientras apelaron a emociones, creencias o supersticiones sobre la maldad intrínseca de la UE, cualquier opinión fundada, sobre datos contrastados, o cualquier dato contrastado, sobre hechos irrefutables, fue convenientemente ignorado cuando no manipulado.

Si elevamos la idea de posverdad para aplicarla con sana memoria histórica o la trasladamos a las maneras políticas de cualquier país cercano y conocido, identificaremos de forma inmediata ejemplos válidos y fundamentados, de Grecia a Hungría pasando por Cataluña. Si lo hacemos con los actuales canales de información y opinión, las redes sociales, el concepto conecta con toda naturalidad.

Quiere esto decir que la posverdad es la esencia de «la nueva política», que a su vez no es sino la muy vieja política convertida en un carrusel de emociones con el que sus fervientes discípulos manejan a una legión de seguidores -real o inventada- que alimenta la propaganda clásica y los debates de concurso en las redes sociales. En la misma lógica simple de posverdad, esto es el populismo «democrático» del siglo XXI.

Sí, también tenemos ejemplos de demagogia antisistema en cualquiera de las dos orillas políticas extremas, e, incluso, en las más supuestamente moderadas. Que la mentira en política es un clásico y el cambio su gran mantra electoral por excelencia, no descubre nada nuevo. Que lleguemos a este posmodernismo impostado a costa de renombrar las ideas (y las cosas en otro frente clásico, el del poder del lenguaje), quedándonos en una cuestión de estética, resulta bastante decepcionante, decadente y peligroso.

Como decía Roland Barthes, «nada más esencial para una sociedad que la clasificación de sus lenguajes. Cambiar esa clasificación, cambiar la palabra, es hacer una revolución». Y así se van alimentando estas posverdades, cuya mayor o menor efectividad suele ser directamente proporcional al oído sordo, o hasta a la falta de oído, de un votante cada vez más hastiado con los viejos lenguajes, esto es, con las viejas realidades.

Y es que se ha vuelto difícil distinguir la verdad de la posverdad, porque no solo se trata de los hechos frente a las emociones, de la cabeza frente al corazón, sino de contextualizar esos hechos para defender la verdad frente a la posverdad.

La verdad es consustancial a la democracia. Si no es así, no hay gobierno democrático que valga ni instituciones que sirvan para sostenerla. Ahora bien, el populismo y sus derivas, a izquierda y derecha, es consustancial con la mentira. Como lo es con la falta de referentes autorizados y creíbles o su rechazo generalizado, como ha ocurrido con los medios estadounidenses y su derrota editorial frente a los titulares de twitter de Donald Trump.

¿Qué queda entonces? Esforzarse por devolver la verdad, los hechos, al centro del relato -de la crónica diaria- y del debate cotidiano y rechazar las numerosas emociones, creencias o supersticiones que inundan el escenario en busca de creyentes asustados o enrabietados. Aunque, antes, eso sí, hay que reconocerlas y querer separarlas del grano o vamos a tener posverdad durante un largo tiempo.

* Periodista