Hace unos días me dijo una amiga que pertenezco a una especie en peligro de extinción: la de los que todavía envían postales por correo. Es cierto, me gusta escribir y mandar postales. Si en una librería, un museo o un quiosco veo una postal con una imagen que me hace recordar a alguien, se la envío. Me ilusiona pensar que será una sorpresa para quien la reciba.

Siempre las meto en sobres porque pienso que, ahora que los carteros manejan sobre todo correspondencia comercial u oficial, tal vez les llame la atención esa especie de dinosaurio de cartulina y les apetezca leer el texto, que, aunque no tenga ninguna información trascendental, va dirigido solo a los ojos del destinatario.

Como todo el mundo, cuando estoy de viaje yo también mando a los amigos y a la familia fotos por WhatsApp o Telegram, con el implícito «Mira, mira, dónde estoy». Para eso servían antes las postales. Dando una y otra vuelta al expositor de metal, con chirrido incorporado de fábrica, se escogía las vistas más vertiginosas de los Alpes, las imágenes más brillantes de Nueva York, la mejor perspectiva de la muralla china, el león más melenudo de Kenia, el koala más simpático de Australia. Mira, mira, dónde estoy. Normalmente, cuando tenías amigos dando vueltas por ahí, te mandaban una postal del viaje. O, si era un tour, una desde cada ciudad visitada. Al volver te preguntaban si las habían recibido. Un viaje que se preciara debía ser lo bastante largo como para que dar tiempo a que llegase por lo menos una de las postales enviadas.

Ahora las imágenes que mandas y recibes de los viajes son a tiempo real y, gracias a las cámaras de los móviles, muchas veces su calidad es muy superior a la de las postales. Pero las postales eran más corteses, no entraban en tu vida armando tanto follón de alarmas y tampoco se presentaban en tromba las 50 vistas más vertiginosas de los Alpes, las imágenes más brillantes de Nueva York y las no tan brillantes, pero, bueno, es que por ahí también anduve, la mejor perspectiva de un fragmento y otro y otro de la muralla china o el león más melenudo de Kenia y toda su familia más su vecino el elefante y un par de árboles al fondo ni el koala más simpático de Australia visto desde ángulos desde los que solo los zoólogos aprecian la visión de los bichos y eso no siempre.

Ante esta competencia, las postales han perdido su fanfarronería, se han vuelto humildes y discretas. La postal llega sin hacer ruido, no te llama, no te reclama, te la encuentras. Te sorprende, escondida entre cartas del banco, facturas y publicidad. La coges, miras la imagen y, en seguida, con auténtica curiosidad, la firma. Alguien se acordó de ti y te escribió unas líneas a mano, escribió tu nombre, tu dirección y pegó un sello. Buscó un buzón. Todo esto para que una pequeña cartulina de colores venga a tu encuentro. Ahora que se acerca la época de las vacaciones, ¿por qué no recuperar esa experiencia de escribir postales? Tal vez a la vuelta en el buzón también les espere alguna.

* Escritora