No sé cuántas horas habré pasado haciendo pompas de jabón con mis hijos cuando eran pequeños. Muchísimas. Recuerdo bien la sorpresa, el gozo y las palmadas de entusiasmo de ambos al ver que con un suave soplido podíamos hacer surgir de la nada el elemento más asombroso del mundo (también recuerdo la decepción cuando se nos acababa o se nos derramaba el líquido mágico, que luego resultaba imposible de reproducir en casa, aunque el señor de la tienda se empeñara en decirnos que era solo agua con jabón). Tal vez las pompas de jabón constituyan el primer contacto de los niños con la belleza. Tal vez sea conveniente entender lo antes posible que la belleza es efímera, frágil, sumamente excitante, difícil de aprehender y laboriosa. Me parece más importante intentar señalarles a nuestros hijos la belleza que enseñarles el ahorro, la perseverancia o la prudencia.

No hay muchas cosas en el mundo que provoquen esa sensación de pasmo, de deslumbramiento y de felicidad. Ocurre también cuando empieza a nevar (al menos en los lugares donde no nieva muy a menudo): el cielo blanco y preñado, el vasto silencio y, de repente, la nieve. La tierra y los coches se cubren de blanco, sacamos la lengua para intentar atrapar algún copo y sentir su frescor, cerramos los ojos para sentirlos en los párpados, por un instante pensamos que todo va a volver a comenzar. Y ocurre con los flechazos. Una de mis escenas favoritas de La tempestad de Shakespeare es cuando Miranda, que ha crecido en una isla desierta con la sola compañía de Próspero, su anciano padre, y que nunca ha visto a otro hombre, ve al apuesto Fernando por primera vez.

Próspero le dice: «Levanta los orlados telones de tus ojos y dime qué ves allá».

Y Miranda responde: «¿Qué es? ¿Un espíritu? ¡Qué mirada inquieta, señor! Por cierto que tiene gallarda figura. Y sin embargo es un espíritu».

Y Próspero le dice: «No, muchacha, come, duerme y tiene sentidos como los nuestros. Este galán que ves aquí estaba en el naufragio; y a no ser por las manchas del dolor, cáncer de la hermosura, podrías tenerlo por bella persona. Ha perdido a sus camaradas y los va buscando».

Y Miranda responde: «Por divino lo tendría, pues en la naturaleza nunca he visto nada tan noble».

Y entonces Fernando la ve a ella.

Imagino a Miranda mirando atónita a Fernando. Imagino el regocijo y la sorpresa, las ganas de sacar la lengua y cerrar los ojos. Y es el mismo asombro y extrañeza que ante las pompas de jabón o los copos de nieve. El día en que ni las pompas de jabón, ni la primera nieve, ni un hombre (o una mujer) sean capaces de llevarte al principio, será que te has hecho viejo.

* Escritora