En el año que nos ha dejado, cerca de medio millón de españolitos presentaron su carta de dimisión y se fueron al otro barrio. No es de extrañar viendo lo difícil que resulta últimamente vivir en éste. Como al Gobierno aún le parecen pocos anda empeñado en dar matarile a algunos más, y acaba de aprobar la ley de la eutanasia. Ahora son las izquierdas quienes gritan viva la muerte.

De un tiempo a esta parte, el Consejo de Ministros parece una funeraria, y no solo por la situación del país o por el premonitorio parecido del ministro de Sanidad con un enterrador. Uno, en su candidez, pensaba que el progreso era defender la vida, pero debo estar equivocado viendo los aplausos que se daban los diputados celebrando que ya nos pueden suicidar. En esto de aplaudir siempre destaca la ministra portavoz, que más parece un palmero en la feria de Jerez que la artífice de la última subida de impuestos; será porque es andaluza, pese a que al hablar no lo parezca. Desde la exhumación de Franco le han cogido el gusto a los enterramientos, pero ahora también quieren llevarnos a los vivos al hoyo, aunque sin helicóptero ni televisión. Hay quien justifica esta nueva suerte del cachetero en la salvaguarda de la dignidad de los enfermos, pero más les valdría preocuparse por la indignidad de algunos que dicen estar sanos. Acaso por ser hijo, yerno, hermano y cuñado de médico siempre he tenido admiración por la Medicina - hasta el punto de estudiar la carrera de Derecho - de ahí que me cueste imaginar a los sanitarios cambiando la bata por el traje de puntillero. Tampoco parece razonable que la próxima ampliación del hospital sea para dar cabida al patíbulo, o que el juramento hipocrático tenga que realizarse con los dedos cruzados. Muy pronto, los abuelitos ingresados en la planta de geriatría matarán las horas regando crisantemos, mientras el notario de guardia les ajusta una pulsera identificativa en la que puede leerse morituri te salutant. «Doctor Pinillos, me han dicho que es usted infalible; deje a la solterona de mi tía Asunción seca en un santiamén», comentaba con admiración el sobrino mientras empujaba la sillita camino del cadalso. «No me llames de usted, Pinillos. Puedes llamarme Ángel… exterminador».

Es notorio que el futuro de las pensiones no resulta nada halagüeño, pero resulta excesivo que su viabilidad pase por aligerar el padrón municipal. En un par de años las pensiones de jubilación y viudedad se estudiarán en los libros de Historia, y la Seguridad Social, al igual que la cuenta de resultados de los crematorios, presentará superávit. En el hilo musical de los asilos ya suena «soy el novio de la muerte», mientras que frente al televisor un centenario don Gabriel ve por enésima vez «Autopista hacia el cielo». Por si acaso, tengo dicho a mis hijos que cuando enferme no me lleven al hospital. Como dice mi amigo Miguel Lara, «qué malo estoy, llevadme a un bar».

Para mi admirado Jardiel Poncela suicidarse era subirse en marcha a un coche fúnebre. No sabía el genial Enrique que ahora conduce Pedro Sánchez con Salvador Illa de copiloto.

* Abogado