El fanfarrón de Matteo Salvini haciendo política con un mojito en la mano es el enésimo ejemplo de la decepcionante deriva que lleva el mundo de la política incluso en los países considerados como democracias plenas. La prioridad de un político no es buscar, proponer y defender la mejor solución a un problema, sino ganar las elecciones. Es esta prioridad lo que lo determina todo. Si lo prioritario fuese buscar soluciones óptimas, la política estaría dominada por la razón científica: las matemáticas y las leyes derivadas de las ciencias experimentales. Pero como lo prioritario en política es ganar las elecciones, el mundo de la política ha sucumbido a las herramientas y estrategias de la publicidad y el marketing.

Toda esta locura de políticos que se confunden con estrellas del espectáculo empezó allá por los años 60 del siglo veinte; para ser más precisos, exactamente el 26 de septiembre de 1960. Aquel día, Nixon y Kennedy, los candidatos a presidente de los Estados Unidos por los partidos Republicano y Demócrata, protagonizaron en los estudios de la cadena CBS en Chicago el primer debate televisado de la historia y, con ello, marcarían para siempre no solo la manera de hacer una campaña política sino la esencia misma de la actividad política.

Aquel día, 70 millones de norteamericanos se acomodaron frente a sus televisores para atender las propuestas de los candidatos, con los mismos oídos y ojos con que atendían el show de variedades de Ed Sullivan. Este detalle fue captado y explotado por los responsables de la campaña de Kennedy, que cuidaron el debate televisado hasta el mínimo detalle. Siendo consciente de que debía aprovechar la oportunidad para recuperar terreno ante su adversario, se preparó exactamente igual que se prepara un actor antes de participar en un espectáculo. Cuidó su imagen descansando bien las horas antes y tomando el sol en la terraza del hotel, y se sometió a una sesión de maquillaje para evitar ese sudor revelador del miedo y la inseguridad. Su vestimenta estuvo también cuidada, contrastando bien contra el fondo del decorado. El candidato Kennedy apareció ante la audiencia como un político joven, guapo, saludable y decidido a ganar.

En la otra esquina de la pantalla, el candidato Nixon, ajeno a los nuevos instrumentos de persuasión, dio una imagen nefasta: pálido, sin maquillar, con sombras en la barba, mirada esquiva, boca reseca, con la frente sudorosa, señal de nervios e inseguridad, y con un traje de un tono que parecía camuflarse con el decorado. Todo ello encima de una fiebre que arrastraba desde días atrás.

El debate en sí fue más de lo mismo: un Kennedy resuelto, seguro, mirando a cámara e interpelando al público, frente a un Nixon nervioso, esquivo, incapaz de mantener el pulso ante la cámara. Y eso no fue casualidad. Kennedy había elaborado un guión con repuestas pensadas y ensayadas ante posibles preguntas, en particular ante posibles preguntas incómodas, y practicó qué gestos poner ante cada situación.

El resultado ya lo conocemos. El propio Nixon admitiría las nuevas reglas de las campañas políticas tras el debate: «Confiad plenamente en vuestro productor de televisión, dejadle que os ponga maquillaje incluso si lo odiáis, que os diga cómo sentaros, cuáles son vuestros mejores ángulos o qué hacer con vuestro cabello. A mí me desanima, detesto hacerlo, pero habiendo sido derrotado una vez por no hacerlo, nunca volví a cometer el mismo error». Ni él ni nadie. Aquello llegó para quedarse y determinar la manera de hacer política e incluso las prioridades en la toma de decisiones políticas. Así, hemos parido a mesías del populismo local, nacional e internacional de la talla de Gil, Berlusconi, Chaves, Putin, Johnson, Trump, Abascal, Iglesias... Y en realidad, ¿cuál no? Prácticamente todos los políticos están tocados por esa manera perversa de pensar y hacer política.

Es urgente reconducir el mundo de la política espectáculo hacia una ciencia de la búsqueda de soluciones racionales, óptimas y factibles.

* Profesor de la Universidad de Córdoba