En la España actual, tan moderna y a la vez tan amante de sus tradiciones y costumbres, se ha hecho habitual un método de discusión que reemplaza a los argumentos y al debate por los ataques personales y la apelación a la etiqueta política: facha, ultra, comunista, progresista, conservador, derecha, izquierda, etc. En su raíz está la misma filosofía usada por sistemas no democráticos para etiquetar a las personas como enemigos del sistema y lo políticamente correcto, y así movilizar y condicionar a los ciudadanos en una determinada línea de pensamiento.

El cambio político en Andalucía y la incertidumbre y dependencia de apoyos imposibles en el Gobierno de España son algunos de los elementos de más relevancia en la actualidad española. Los resultados de las últimas elecciones andaluzas han permitido que se reactivará aún más el uso de etiquetas para calificar a determinadas formaciones políticas o a sus votantes.

Las etiquetas constituyen un recurso mental y dialéctico, que la Real Academia Española lo define como «una calificación estereotipada y simplificadora», una forma de buscar explicaciones básicas cuando una persona no responde ante una situación como creemos que debería. En política, el recurso a las etiquetas lleva a simplificar las ideologías a extrema derecha, derecha, centro, izquierda o extrema izquierda, o bien hablar de conservadores y progresistas, de comunistas o fachas, de ultras, de xenófobos, etc. Y todos sabemos que la realidad es mucho más compleja, pero se cae con frecuencia, sin el más mínimo rubor, en lo estereotipado y simplificado.

Los partidos políticos y los medios de comunicación tratan de menoscabar la reputación de otros con expresiones que repiten hasta la saciedad para que calen y se asienten como etiquetas peyorativas o descalificadoras. Tratan de generalizar esas etiquetas, de arraigarlas en la conversación colectiva, hasta que el ciudadano las asuma y considere normales. Además de las etiquetas, se recurre a otros calificativos que implican connotaciones despectivas, con clichés y tópicos, para asociarlos al significado de la etiqueta. Ese recurso a desgastar y criticar al rival puede provocar en la ciudadanía el desafecto a la política, el hartazgo y en definitiva, la abstención o el castigo electoral.

No obstante, las personas, los partidos, las ideas, son mucho más que etiquetas. Y la mejor manera de combatirlas es la de recurrir al rigor mental, la precisión conceptual y la integridad argumental. Las etiquetas, en definitiva, se basan en prejuicios o tópicos muchas veces vacíos de contenido y fundamento. Que cierto aquello de que las palabras que no van seguidas de hechos no valen nada. Y las etiquetas sin base suelen acabar en la nada, pues atentan contra la inteligencia de las personas.

Por ello, frente a tanta etiqueta, bien estaría recordar a Ortega y Gasset, cuando refiriéndose a la política aseveraba que «ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral”» El autor critica que el situarse en bandos, más o menos extremos, como una manera de pensar contraria a la otra, impide observar y aprender los puntos buenos y los valores positivos del otro supuesto bando. Por tanto, frente a la política de etiquetas, tópicos y monsergas mediáticas, se necesita más capacidad de diálogo, más empatía y en consecuencia, tratar con respeto a las personas y sus opiniones. Es lo más básico en democracia. Ciertamente, la política no se encuentra en sus mejores momentos, y la respuesta en todos sus actores, políticos y ciudadanos, no puede ser otra que liderazgo en las ideas, responsabilidad y sensatez en la toma de decisiones y eficacia en la gestión.

* Profesor asociado de la UCO