Hay demasiado chafarrinón, demasiados aspavientos, muy poca finezza Y hablo por supuesto de todos los partidos y no sólo de los que están en los extremos del arco ideológico.

Lo hay también en muchos de nuestros medios, sobre todo los editados en Madrid, la España dentro de España (Ayuso dixit), que, salvo alguna honrosa excepción, empeñados en alentar irresponsablemente una malsana polarización en lugar de clamar por la moderación y el diálogo, más necesarios que nunca en este momento.

Hay al mismo tiempo demasiados expolíticos que, ya desde el sector privado o desde la situación de jubilados de oro en que se encuentran, se dedican a seguir metiendo cizaña, tratando de enmendarles la plana a quienes hoy ocupan su puesto.

El mal ejemplo del autócrata de la Casa Blanca parece haber prendido también, por desgracia, en nuestro país: los insultos y la continua descalificación del adversario, considerado sólo como un enemigo a batir por cualquier medio, por sucio que éste sea, son el pan nuestro de la política española diaria.

Hay un exceso de soberbia y muy poca capacidad para el diálogo, para el contraste de ideas, siempre enriquecedor, y ocurre incluso dentro de cada partido, donde se premia más la lealtad al jefe que la inteligencia y la crítica.

Vemos en todas partes excesivo parroquialismo, demasiada política de campanario. Se presta atención solo a lo inmediato, a que se tiene más cerca y se desatiende todo lo demás, los intereses del conjunto, de la colectividad.

Estamos viendo todo eso ahora, una vez más, con ocasión del debate en torno al presupuesto de la nación, imprescindible para que lleguen aquí los fondos a los que se comprometió la Unión Europea a fin de paliar los peores efectos de la pandemia.

Unos intentan vetar a Ciudadanos por incompatibilidad con la política de izquierdas que defienden; otros, y no sólo desde las tres derechas, sino también desde el propio Partido Socialista reprochan al Gobierno de la nación que pacte con los herederos de ETA, como si esta organización de infausto recuerdo siguiese matando, como si no hubiera finalmente aceptado, aunque fuera a regañadientes, forzada por las circunstancias, el juego democrático.

Quienes defienden ardientemente que el inglés sea lengua vehicular en las escuelas concertadas de comunidades como la de Madrid -la “España dentro de España” (Ayuso dixit)- parecen disgustados con el hecho de que en otras comunidades se enseñe en las lenguas co-oficiales del Estado mientras que los defensores a machamartillo de estas últimas parecen considerar enemiga la lengua común.

Y todo ello: el terrorismo, que pasó ya por suerte a los libros de historia, o la absurda guerra de las lenguas en un país secularmente plurilingüe impiden que se hable de lo que habría que estar hablando en el Parlamento y en los medios: de la creciente desigualdad, más visible que nunca en tiempos de pandemia, de los contratos basura y la precariedad laboral, de los desahucios que no cesan, del deterioro de nuestra sanidad pública, del abandono de los mayores en sus residencias, de un modelo productivo que hace agua, y sobre todo, de cómo se va a poner remedio a todo eso.

* Periodista