Desde un punto de vista político, un problema clave en la España de hoy es cómo resolver la situación generada en Cataluña. Habría que haber empezado por considerarlo un problema político, con sus ramificaciones jurídicas, por supuesto. No obstante, la responsabilidad mayor reside en las autoridades catalanas, en el conjunto de políticos, desde la antigua Convergencia y Esquerra a la CUP, instalados no solo en la sinrazón, sino también en el engaño. A todos, también al PP, les habría venido bien alguna lección de historia, y en particular me referiré hoy al discurso de Azaña el 27 de mayo de 1932 cuando se debatía el Estatuto catalán en las Cortes. Hasta ese día, el gobierno no se había pronunciado sobre aquella norma jurídica aprobada mediante referéndum en Cataluña. Azaña (presidente del Gobierno) narra en su diario la atención que había despertado su intervención: «El salón estaba atestado, y las tribunas hasta el techo». Habló más de tres horas, veintidós páginas del Diario de Sesiones, aunque señala que no sintió fatiga de hablar sino de estar tanto tiempo de pie.

Comenzó por explicar que el Gobierno hablaba en ese momento porque todos los problemas políticos tienen un punto de madurez, de modo que si te adelantas están ácidos, pero si te retrasas se pudren. Partía de la base de que esos problemas no se resolvían desde el patriotismo, porque las mejores soluciones no son siempre las más patrióticas, sino las más acertadas. Aludió a las intervenciones de otros diputados, entre ellos Ortega, pues no estaba de acuerdo con él en considerar que Cataluña vivía una frustración histórica, pensaba que se debía afrontar la cuestión desde el momento presente, desde el ámbito del poder legislativo, porque en aquella coyuntura que les había tocado vivir «Cataluña no está en silencio, sino descontenta, impaciente y discorde». Y esa era, en su opinión, la cuestión política por resolver, puesto que no servía negarse a ver la realidad, considerar que las posiciones catalanistas y separatistas eran equivocadas, dado que eso no resolvía el problema (Rajoy debería leer esa parte del discurso). Desmintió las posiciones de cuantos decían que el gobierno estaba supeditado a lo establecido en el pacto de San Sebastián de 1930, y expuso que todo era consecuencia del cambio de régimen político y de lo establecido en la Constitución aprobada en diciembre, sin olvidar la existencia de «sentimientos diferenciales en las regiones de la Península». Llamó la atención acerca del uso, más bien abuso, de la Historia (algo que deberían aplicarse los independentistas), y no trasladar a otras épocas planteamientos del presente, ni al contrario, y en ese sentido ironizó sobre el ridículo de quien criticaba a Felipe II no por no haber instalado un pararrayos en El Escorial. Defendió la libertad de las Cortes, detalló las partes del Estatuto que debían ser reformadas, y pidió que no se contrapusiera el nacionalismo español frente al nacionalismo catalán. Hizo un llamamiento a todos los españoles, y en particular a los republicanos y a los socialistas para sacar adelante el proyecto, para garantizar el porvenir de España, y sus palabras finales tenían tintes literarios: «estad vigilantes para saludar jubilosos a todas las auroras que quieran despegar los párpados sobre el suelo español». Al acabar todo fueron felicitaciones, con alguna excepción. Tras la cena, ya en su despacho, se enfrentó a una «fantasía voluntaria», un diálogo con Alfonso XIII, y cuando este se desvanece manifiesta que se halla muy lejos de todo, aislado «como una roca en medio de un mar muy bravo».

Las soluciones de 1932 no sirven en la coyuntura presente, pero sí la manera de afrontar la cuestión, y reconocer que es necesaria la intervención de la política, para que el problema no se pudra.

* Historiador