Por pura ley de la probabilidad, ni todas las noticias pueden ser malas ni todas las propuestas que hacen los políticos han de quitarnos el hipo. A veces hasta confluyen las dos coordenadas y nos hallamos, como ahora, ante un anuncio positivo, al menos para la mitad de la humanidad en su versión española, que es de desear que no sobresalte ni enfurruñe a nadie. Me refiero al que acaba de hacer la vicepresidenta del Gobierno sobre la proposición de Ley de Igualdad Laboral, que ya se ha registrado en el Congreso y el Ejecutivo quiere llevar por la vía urgente, para obligar a las empresas a colocar a mujeres en puestos importantes. De llevarse a cabo esta iniciativa parlamentaria y no quedarse en mera declaración de intenciones como tantas cosas, se habría conseguido algo revolucionario: un reparto equitativo de liderazgos entre los sexos en los centros de poder; una forma de compartir realmente decisiones, prestigios y sueldos y hacerlo bajo el amparo de la ley, más allá de debates y postureos que se quedan en buenas palabras. Y eso sin tener que acudir al imperativo dudoso de las cuotas sino de la valía personal, pues no creo que a estas alturas pueda dudar alguien de que en cualquier empresa o núcleo de trabajo público o privado haya empleadas tan capacitadas como sus compañeros para alcanzar responsabilidades al más alto nivel.

El nuevo anuncio de Carmen Calvo viene en cierto modo a sacar la espina -al menos en el caso de las mujeres, no sé cómo se lo tomarán los hombres- que dejó clavada el otro día la mano derecha de Sánchez con su amago de limitar la libertad de expresión. Y nace, en palabras de la ministra cordobesa, con la intención de «afrontar de manera global todos los problemas de discriminación laboral de las mujeres». Asuntos como el acceso al trabajo, la compatibilidad de la maternidad y el empleo, la corresponsabilidad de la vida laboral y personal y la brecha salarial, que en España está entre el 15 y el 27% en relación al resto de Europa. Una brecha de la que no escapan los altos puestos de dirección sino que al parecer se acentúa en ellos, por lo que cabe esperar que la norma por venir (algún día) acabe con ella, porque estaría bueno que después de siglos aguardando que se abran a la mujer por derecho las puertas del paraíso cuando llegue a él se la confine en las cocinas y encima malpagada.

Ciertamente queda mucho camino por recorrer en esto de la equiparación por arriba de hombres y mujeres, pero se van dando pasos, a veces de gigante, y quiero pensar que no por azar. Sin ir más lejos, en Córdoba «el poder tiene nombre de mujer», que es como tituló la periodista Carmen Aumente un amplio informe publicado hace un par de meses en este periódico. Y es que, en lo que toca a la política, la capital y provincia se han convertido en referente nacional y andaluz del mando femenino. Por vez primera en lo que va de democracia coinciden tres mujeres al frente de las principales instituciones cordobesas: la alcaldesa Isabel Ambrosio, Rafi Valenzuela como subdelegada del Gobierno -la primera que llega al cargo- y Esther Ruiz como cabeza visible de la Junta. Y a ellas se suman dos consejeras, en Justicia Rosa Aguilar -pionera en romper techos de cristal- y Marina Álvarez en Salud; y nada menos que una vicepresidenta del Gobierno, la simpar Carmen Calvo, genio y figura. Todas mujeres preparadas y entusiastas, a la altura del mejor exponente masculino aunque conscientes de que a ellas no se les va a pasar ni media, mujeres que aportan una manera diferente de asumir la autoridad. Ojalá su ejemplo, mientras llega esa ley anunciada, no quede en feliz anécdota.