La productividad (el producto interior bruto por persona ocupada) no creció antes de la crisis, mejoró durante la crisis -por el procedimiento, mecánico y poco saludable, de producir un poco menos con muchos trabajadores menos- y no ha mejorado desde la recuperación. Esto es importante, porque, si cada trabajador no es más productivo, no podrá cobrar un salario más alto, en términos reales. O sea, nuestro nivel de vida no mejorará, y nuestros jóvenes no podrán crear una familia, ni comprar una casa, ni siquiera alquilarla. Por cierto, más productividad no significa más esfuerzo. Uno puede rendir más un día o una semana, a base de ganas. Pero a medio plazo la productividad no es cuestión de ilusión.

¿Por qué el crecimiento de la productividad es tan bajo? Tenemos varias explicaciones, todas plausibles: falta de inversiones (más y mejores máquinas hacen más productivos a los trabajadores), falta de capital humano (nuestro sistema educativo no funciona bien, y no somos capaces de reciclar a nuestros parados), exceso de impuestos… Aquí quiero fijarme en una que últimamente está llamando la atención de los expertos, no solo en España, sino también en Europa y en Estados Unidos: quizá dedicamos demasiados recursos a empresas poco productivas.

«Claro -me dice el lector-, debe ser el ladrillo: el atractivo de ganar mucho dinero en poco tiempo nos llevó a apostar por sectores de baja productividad». Bueno, esto es parte de la explicación. Pero hay más. Cuando pensamos en sectores productivos, nos parece que todas las empresas deben tener una productividad parecida, pero no es así. En todos los sectores suele haber unas cuantas empresas altamente dinámicas y otras que van tirando. Lo lógico sería que las primeras prosperasen, recibiesen más inversiones y contratasen a los mejores trabajadores, mientras que las segundas pierden peso y, una de dos, o espabilan y mejoran su competitividad, o acabarán desapareciendo.

Pero eso no ocurre. Al menos no ocurre en muchos sectores, por varias razones. La negociación colectiva, por ejemplo, o las rigideces del mercado de trabajo pueden dificultar la movilidad de la mano de obra, de las plantas con menos futuro a otras más productivas, porque, claro, ¿quién se atreve a dar el salto tal como está el mercado ahora? Y si su empresa forma parte de una cadena de suministro global, su futuro dependerá mucho del dinamismo de las empresas en las fases anteriores y posteriores. Y luego está el poder de algunas empresas, que pueden frenar la entrada de competidores nuevos y dinámicos o conseguir ventajas fiscales o de otro tipo. Si usted es una empresa grande y poco competitiva, de modo que puede desaparecer de su polígono industrial o de su comunidad autónoma, es lógico que las autoridades le den ventajas para que no se marche.

O sea, la pervivencia y la prosperidad de muchas empresas dependen, en buena medida, de instituciones y políticas públicas, no de su eficiencia o de la libre competencia. Y eso incluye políticas fiscales, laborales, de internacionalización, financieras, de innovación, de propiedad intelectual, de competencia (¿por qué nos olvidamos con tanta frecuencia de que las empresas ya consolidadas prefieren un entorno muy protegido?), etcétera. Pero el problema no acaba ahí. Una vez que se han hecho inversiones en un sector, deshacerlas puede ser fácil (cerrar un bar) o no tan fácil (desmontar una fábrica). Y, sobre todo, impone unos costes, que los que los sufren tratan de evitar. La casa no vendida por una inmobiliaria es la garantía de su crédito, y no se puede abandonar o destruir, de modo que hay que seguir dedicando fondos a esa empresa aunque no tenga mucho futuro. Los recursos mal asignados en el pasado se mantendrán durante muchos años.

«Lo pasado, pasado», decimos los economistas: si cometiste un error en el pasado, no te aferres a él. Muy bien, pero ahí está un capital financiero invertido, el trabajo de muchas personas, un capital humano creado y ahora mal utilizado, unos créditos bancarios, los intereses de los proveedores y distribuidores, que invirtieron confiando en ese negocio que ahora es fallido… ¿Se pudo evitar todo esto?

«Errar es humano», me dirá el lector. Pero, al menos, no tropecemos de nuevo en la misma piedra. Por ejemplo, preguntémonos si una política monetaria de dinero superbarato, que favorece la concesión de nuevos créditos y la continuidad de empresas que debieron quebrar hace unos años, es la mejor política, no ya para salir de la crisis sino para no volver a caer en ella. La resistencia de las empresas a llevar a cabo proyectos de inversión generosos puede ser un indicador de que tenemos plomo en las alas, y que por eso nuestro vuelo es de gallina, no de águila. H

* Profesor del IESE