Para poder escribir historia necesitamos seguir dos fases, una primera en la cual recogemos y analizamos los datos a partir de diferentes fuentes documentales, y una segunda en la que hacemos una valoración de los mismos en función de modelos interpretativos que varían de unos historiadores a otros. El objetivo final es poder establecer la verdad de los hechos. Hay quienes, llevados de un positivismo extremo, se quedan solo en la primera fase, es decir, pretenden que los documentos hablen por sí mismos para que el lector, el ciudadano, saque sus propias conclusiones. No obstante, el historiador que se considere como tal realizará siempre la segunda fase y ofrecerá su hipótesis para explicar el porqué de los acontecimientos. Como resulta obvio, estará equivocada toda interpretación que parta de unos datos erróneos.

Desde hace un par de semanas nos hemos encontrado con una situación de este tipo, aunque los protagonistas no han sido historiadores, sino políticos. Al hablar de los acontecimientos de Cataluña he escuchado, tanto en palabras de Pablo Iglesias como de Irene Montero, una analogía con el caso de Andalucía en su referéndum del 28 de febrero de 1980. Como se recordará, en aquel referéndum de iniciativa autonómica había un requisito consistente en que en cada una de las provincias andaluzas debía obtenerse una mayoría absoluta favorable a la iniciativa pero establecida a partir del número de electores, no del de votantes. Era una condición establecida tanto por la propia Constitución (art. 151.1) como por la Ley Orgánica reguladora de las distintas modalidades de referéndum de enero de 1980 (art. 8.1). Esa cifra se superó en todos los casos excepto en Almería, que se quedó en un 42,31% de votos favorables. Andalucía, dadas las circunstancias que habían concurrido en aquella campaña, había obtenido una victoria política, pero desde un punto de vista jurídico había perdido. Y ahora viene el error de los dirigentes de Podemos, por cuanto afirman que en Andalucía lo que se hizo fue cambiar la ley para permitir que Almería fuese incluida y así continuara el proceso autonómico. En consecuencia defienden que para solucionar el problema catalán basta con cambiar la ley y que se convoque un referéndum pactado.

Sin embargo no hubo cambio legislativo, porque la propia ley reguladora ya citada ofrecía una posibilidad en el art. 8.4, pues afirma: primero, que si no se alcanza la mayoría exigida, no se podrá plantear una nueva iniciativa hasta pasados cinco años; segundo, que si se conseguía en varias provincias, estas podían continuar el proceso siempre que en el conjunto se obtuviera «la mayoría absoluta del censo de electores» (lo cual se cumplía en Andalucía), y tercero, que si no se llegaba a esa mayoría en alguna provincia, a solicitud de la mayoría de los diputados y senadores de la misma, las Cortes Generales «podrán sustituir la iniciativa autonómica prevista en el artículo ciento cincuenta y uno». Esto fue lo que se hizo tras fracasar un intento de aplicar el art. 144 mediante un acuerdo entre UCD y PSA. Y así el 23 de octubre de 1980 se presentó una proposición de ley, con el apoyo de todos los grupos políticos con implantación en Andalucía, por la que se acogían a ese punto para que Almería se incorporara a la autonomía andaluza.

Podemos debería darle un tirón de orejas a los asesores que le han proporcionado un dato equivocado, y el Gobierno andaluz no debería haberse limitado a decir que Pablo Iglesias debe rectificar sino que su obligación era dejar claro este apartado de nuestra historia reciente de cara a los ciudadanos, que piensan que todo es interpretable. Porque en este caso no era cuestión de puntos de vista sino de datos concretos, lo expliqué muchas veces en mis clases y ahora me siento obligado a decirlo aquí.

* Historiador