Una de las formas más eficaces de establecer una distancia abismal con quien se considera el otro es el paternalismo. «Pobrecitos» es tan denigrante, tan excluyente, tan racista como «vete a tu país». Que nos encierren en la esencia del atrasado, el ignorante, el que necesita ser rescatado, no hace más que devolvernos a la diferencia insalvable con quien tiene la patente de la empatía y le parece de lo más normal hacer un espectáculo con las miserias del otro.

Que antropólogos, sociólogos, activistas diversos, personas implicadas directamente en este mecanismo de exclusión lo hayamos contado por activa y por pasiva no sirve de nada cuando el objetivo de nuestros salvadores es tan elevado. Todo esto me vino a la cabeza cuando se me pasó la indignación al ver el modo en que Jordi Évole y Antonio García Ferreras presentaban el reportaje del primero sobre las temporeras en Al rojo vivo. Era el 8 de marzo y supongo que ambos periodistas, sensibilizados con la causa feminista, ya saben que a una mujer no se le puede hacer mansplaining, que no se puede adoptar una actitud condescendiente porque también es machismo pero, en cambio, tratándose de las protagonistas del trabajo de Évole, no dejaron de repetir una y otra ves la misma sentencia: no saben lo que es hacer huelga. Pobrecitas.

No es que lo dijeran una sola vez, es que esta idea se convirtió en el leitmotiv del con el que se promocionó el reportaje. A ver (y cojo aire), que sean marroquíes, pobres, analfabetas, explotadas y violadas no las hace idiotas ni sordomudas ni quiere decir que vivan fuera de este mundo. Incluso mi abuela, que nunca salió de su pueblo, sabía lo que eran las revueltas, las protestas, las huelgas. Y no sabía ni el año en el que había nacido. Pero vivía en un país como Marruecos donde, a diferencia de lo que dice el estereotipo, la gente se ha levantado a menudo para protestar por la vulneración de sus derechos.

Las temporeras tendrían que haber estado enterradas en un búnker durante las últimas décadas para no saber lo que es hacer huelga, que para algo llevan en el bolsillo de la chilaba el smartphone con el que se comunican con sus familias y al que les llegan noticias de todo tipo, también las de la huelga del 8 de marzo.

Otra cosa es que no pudieran permitirse el lujo de participar en ella, otra cosa es que si ellas hacen huelga, o incluso si salen en un programa de televisión contando que saben lo que es una huelga, las consecuencias para ellas no sean que les descuenten un día de salario del sueldo sino que se queden sin trabajo, que no las dejen volver a pisar suelo europeo y que pierdan las pocas oportunidades que tienen de alimentar a sus familias. Pero se tenía que hacer así, se tenía que repetir y repetir que eran ellas las que ignoraban sus derechos.

* Escritora