Sí, ¡pobre España nuestra!, siempre condenada a repetir su sufrimiento. Doña Elvira y doña Sol eternamente flageladas por los infantes de Carrión en el robledal de Corpes. Tantas Trotaconventos con sus manipulaciones y trapacerías camufladas en su refajo maloliente. Tantas Celestinas, con voz meliflua de Melibeas. Tantos Sempronios transformados en Calixtos. El ciego, aporreando a Lázaro y Lázaro estrellando al ciego. El patio de Monipodio, clausurado para volverlo abrir más grande y más siniestro; y Rinconete engaña a Cortadillo y Cortadillo, a Rinconete. Tanta fregona que se cree ilustre. Tanto licenciado vidriera con su tesis conseguida en baratillo. Tanto licenciado Cabra, sacando chistes y sandeces del hambre del pueblo. Tanta sobrina con el ama para quemar libros. Tanto Sancho parlanchín que se alza en don Quijote. Tanta Maritornes conchabada con tanto arriero lerdo y promiscuo. Tanto retablo de las maravillas. Ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño, porque la vida es sueño, un triste sueño sin final. Sí, ¡pobre tierra, encenagada por las heces de tanta ansia! No volverán a ti jamás las golondrinas, porque vamos destrozando cada primavera. Fortunata y Jacinta compiten cada día por el señorito, chulo de la política y la juerga, vástago estéril, ramplón y oportunista. Y otra Regenta ahogada en su asco de otro Álvaro Mesía. Y el sentimiento trágico de la vida, y la rebelión de las masas movidas por los mismos que las forman, y los rebeldes que se forjan para acabar exiliándose. Sí, ¡pobre España!, condenada a cien, mil años de soledad, porque no tendrá otra oportunidad sobre la tierra, y la muerte puso huevos en su herida, y el marinero se quedó en tierra, y Max Estrella deambula cada madrugada por calles donde huye un galgo famélico, y don Latino de Hispalis ríe en la inmensa oquedad de su cabeza, con el amargor de la bilis en otro vómito y otro orinar de hipocresía; y Pascual Duarte, a navajazos con su novia y con su yegua, y el Jarama, calcinado, y la sombra del ciprés se alarga y alarga al infinito, y Bernarda Alba, ahogándonos a todos bajo su denso luto de abismo, con su oscura voz de adefesio y sus ovarios convertidos en testículos, ordenando una y otra vez, para que no se mueva nadie: «¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio!».

* Escritor